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La utilización de crucifijos pintados, en lugar de tallados, normalmente, reservados para lugares de culto que presentasen cierta intimidad, comienza a tener cierta aceptación en España a partir de la segunda mitad del siglo XVI, generalizándose a lo largo de la centuria siguiente.
Este, que presenta a Cristo todavía vivo y denota en todo la calidad y el estilo de Antonio del Castillo, parece tratarse del que, según testimonio de distintos historiadores, se encontraba en la sacristía del desamortizado convento franciscano de la Arruzafa.

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