Paisaje de río con pescadores en la orilla izquierda y botes de remos con otras figuras cerca de una ciudad amurallada junto al canal

La pintura que tuvo origen en los Países Bajos durante el siglo XVII ha sido un hito para el arte de Occidente. Su estallido y estela mantienen ese sólido fulgor producto de la originalidad y la buena hechura. Apunta Eugène Fromentin al hablar de los Antiguos Maestros y en especial de la Escuela flamenca: Ninguna pintura conduce con mayor seguridad del primer término al último, del marco a sus horizontes. Se habita en el cuadro; se circula por él, se mira al fondo, se siente uno inclinado a levantar la cabeza para contemplar el cielo. Todo concurre a esta ilusión, el rigor de las perspectivas aéreas, el perfecto concierto del color y de los valores con el plano que el objeto ocupa.
Influenciado por Jacob van Ruysdael –como lo fueron muchos de sus coetáneos–, Molenaer toma del paisaje holandés sus notas más valoradas: aire libre, gama clara –casi monocroma– pero profunda, de efecto lejano, imagen lisa y puesta a flor de lienzo –sigue Fromentin–, tan apacible en sus temas y tan rica en sus resultados.
Con una línea de horizonte muy baja y sobre un fondo constituido por la representación de un cielo claro y de nubes blanquecinas, se alza un escenario apacible. Una vivienda está a la orilla de un paraje que toca el agua.
Rodeada de árboles cuya vitalidad alegra, tiene junto un puente. La vida transcurre. En este momento, una barca transita por debajo del arco. Otros vecinos están quietos en la otra orilla. Solamente las dos camisas rojas de los personajes dan acento a una gama en la que prevalecen los verdes y los cafés. No hay viento. Las aguas están quietas.