Murillo configuró un tipo de sensibilidad que anticiparía la pintura del siglo XVIII, y su estilo influyó en la Escuela sevillana incluso durante el XIX; lo conocemos por escenas populares con niños pobres jugando o comiendo, y por sus hermosas vírgenes y ángeles que apelaron con dulzura a la devoción popular e ilustraron la doctrina de la Iglesia de la Contrarreforma. Un buen ejemplo es Ecce Homo, «He aquí al hombre», que guarda similitudes compositivas con el que se exhibe en el Museo del Prado, del mismo autor, y que forma pareja con una Dolorosa que, al igual que en este lienzo, muestra la figura de Cristo coronado de espinas y con el torso envuelto en un manto rojo anudado a la altura del pecho.
Del tiempo en que está datada la obra de Museo Soumaya, el autor realizó una importante serie para el convento de los capuchinos sevillanos, entre 1665 y 1669: varios lienzos del retablo mayor, los retablos de las capillas colaterales, y la Inmaculada del coro. En su mayoría hoy conservadas en el Museo de Arte de Sevilla, apuntó el estudioso Pérez Sánchez, constituyen un conjunto deslumbrante de figuras de santos, de gran nobleza y, a la vez, de una delicada humanidad.
El Cristo de la colección mexicana da cuenta de serenidad a pesar del martirio. Para Enrique Valdivieso, con esta imagen Murillo creó un prototipo iconográfico: la presencia humilde y conmovedora del Hijo de Dios. La obra, delicada e íntima, constituye un hito por la pincelada suave y vaporosa con la que Murillo creó arquetipos de pintura religiosa que nos conmueven.