Formas y espacios abstraídos, que se vuelven de un realismo casi hiriente por lo cercano y sutil de sus tratamientos matéricos, se organizan sin embargo de una manera fantásticamente intrincada, se entrecruzan dando apertura a un mundo imaginario que está en rica dialéctica con la cualidad textural de las superficies.
Para la fantasía del espectador, los colores y las formas ofrecen una visión de un mundo fragmentado, pero no torturado, sino rico y gratamente acariciador de los sentidos. Podemos identificarnos –al contemplar la obra de Irujo– con las palabras de Thomas Crow: «Detrás de la pintura avanzada de occidente hay siempre un secreto, la sombra desconectada de una historia, una cuenta recuperable de situaciones y sensibilidades...»*
La misma dialéctica aparece como elemento expresivo entre lo suntuoso de la materia y la parquedad de la gama de color, rica en sí misma en matices. Al tiempo, Irujo utiliza un lenguaje de espacios abiertos que alberga una ruptura simbólica de límites, que crea una vorágine de ritmos en la que el centro y los extremos se muestran en constante diálogo de opuestos.
Lo cercano y lo lejano, lo real y lo irreal, lo concreto y abstracto, lo suntuoso y lo pobre, son los juegos dialécticos que con gran sabiduría técnica se nos ofrecen en esta obra como metáforas de lo cotidiano. Es, en suma, el eterno juego de dar y ocultar, pero ofrecido con un lenguaje actualizado y muy personal.
Una pintura intelectualmente exigente, en la que se va descubriendo un orden unificado dentro de un campo de complejas y desafiantes incidencias visuales, que dan principio a una forma de vida interior. Significados de un contexto artístico en crisis que nos presentan un mundo en el que el espectador se siente proyectado –desde un caos exterior– a una obra en la que se oferta un principio de sistematización actualizado por el propio impulso creativo y transgresor.
Isabel Cabanellas Aguilera