Almendrita

Fui la segunda de cuatro hijos de una familia que apenas tenía lo necesario para vivir, sin la opción de pensar, siquiera por un momento, en el despilfarro. Mi mamá se las ingeniaba para que jamás faltara comida en la mesa, custodiando siempre el orden y la disciplina, jalando de la correa y usando el castigo como medio de control, sin recompensa alguna para el sometido... Mi papá trabajaba todo el día para traer el sustento a casa. Su sentido de la responsabilidad era grande, pero su lado afectivo estaba apagado... Mis hermanos nunca renegaron y a su modo fueron felices con lo que les dieron. Aguantaron bien la vara: sobre todo el mayor, quien se las ingenió para ser el líder de la manada; nos molestaba, nos pegaba y conmigo se ensañó de manera especial... Solo el menor logró mantenerse un tanto alejado del acoso. Siempre fue el consentido de mis papás y el digno representante del sueño de mi padre de ser piloto aviador.
Y ahí germiné yo, con esos padres, más ocupados de controlar, disciplinar y abastecer, que de mimar, abrazar y acariciar... Y es que yo nací regida por la Luna y arrullada por el agua... fui una niña demasiado sensible, excesivamente frágil y bastante insegura, eternamente replegada en mi trinchera repeliendo el fuego enemigo, en especial el de mi hermano mayor.
Un día, una insignificante vida se cruzó con la mía... su perruna tristeza husmeaba sin saber exactamente qué buscar. Me encontró y me eligió... a mí, que no estaba acostumbrada a que me eligieran mas que para lavar los trastos después de la comida... Era la primera vez que de verdad me sentía importante para alguien, y quizá la más intensa hasta el día de hoy...
La llamé Almendrita, por su sutil tono marrón y sus ojos color de miel. Era vieja, flaca y su cuerpo estaba lleno de marcas que silenciosamente me contaban su dolorosa historia. Estaba sucia y olía mal. Siempre andaba detrás de mí, como si un hilo invisible nos mantuviera unidas cuando yo iba rumbo a la escuela. Apenas entraba, ella se regresaba a la casa y me esperaba afuera, hecha un ovillo con la cabeza pegada a la cola, hasta que yo volvía.
En mi casa no me dejaron tenerla y fueron crueles... Mis papás jamás permitieron que entrara o que le diera comida, para que no se engriera. Mi hermano la pateaba con furia para que se fuera, pero ella regresaba... Solo mi hermana se solidarizaba con mi sentir y nuestro corazón se partía en mil pedazos cuando la escuchábamos chillar. Y aun así se quedaba... prefería los golpes a vivir sin mí...
Nunca logré ablandar el corazón de mis padres, ni siquiera cuando me veían acariciar su triste existencia... Llegué a pensar que de alguna manera entenderían mi sentir y me permitirían tenerla, y yo estaba ansiosa de dejarme engañar..., pero no cedieron.
Un día Almendrita no regresó. Desesperada la busqué, pero no apareció... Cuando finalmente yo volvía a casa arrastrando el alma, divisé a lo lejos un bulto sin forma, acurrucado en la bocacalle. Con el corazón arrugado me acerqué y la vi, inerte, con sus ojitos de miel abiertos en una mirada sin fin... Nunca supe quién le arrebató la vida...
Algo en mí se rompió y creo que aún sigue roto. El dolor y todos los acontecimientos no comprendidos se aferraron a mí hasta el día de hoy. Nunca olvidaré que aquella infortunada perrita, fea y sucia, a la que ni siquiera pude ofrecerle un hogar y de quien ni siquiera pude despedirme, había conseguido que yo me sintiera amada e importante por primera vez en mi vida.