José María Velasco legó con su obra una de las imágenes más perdurables del Valle de México. Maestro de la cátedra de paisaje desde 1887 y hasta 1911 en la Academia de Bellas Artes de San Carlos, su interés científico lo llevaría a emprender varias excursiones.
La que realizó en 1874 lo condujo por los rumbos de Veracruz: la exuberante vegetación de la región, junto con sus ríos y cascadas, representaron un motivo de notable interés para el pintor de los altiplanos. Aquel que se había esmerado en proyectar una naturaleza en reposo, instantáneas de paisaje, ahora experimentaría plásticamente el movimiento. De este viaje surgen las pinturas de tres cascadas de Orizaba: Cascada de Barrio Nuevo, Cascada de Tuxpango y la Cascada de Río Grande.
Hay en los cuadros de Velasco ambición estética, dice Octavio Paz. En ellos contemplamos profundidad, movimiento, vida. En esta obra están algunas de las cualidades que la crítica más aprecia del pintor mexiquense: sus limpísimos cielos azules, una descripción precisa de la vegetación y su admiración ritual por las cumbres. Sobre esta emblemática cascada, José Joaquín Pesado (1801-1861) escribió: Crecida, hinchada, turbia la corriente/ troncos y penas con furor arrumba,/ y bate los cimientos y trastumba/ la falda, al monte de enriscada frente./ A mayores abismos impaciente/ el raudal espumoso se derrumba;/ la tierra gime: el eco que retumba/ se extiende por los campos lentamente./ Apoyado en un pino el viejo río,/ alzando entrambas sienes, coronadas/ de ruda encina y de arrayán bravío;/ entre el iris y nieblas levantadas,/ ansioso de llegar al mar umbrío,/ a las ondas increpa amotinadas.
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