El interior muestra una arquitectura ricamente decorada con pinturas que exhiben motivos que la arqueología puso a nuestro alcance y que Alma-Tadema supo relevar de colecciones de los museos que visitó. Temas decorativos y detalles arquitectónicos aparecen cuidadosamente respetados, como puede verse en la columna con su decoración de flores de loto, uno de los motivos más usados en el Egipto antiguo. A esto hay que sumar los muebles y otros objetos que se ven en el ambiente, especialmente la mesa con el juego, convertida aquí en un foco importante en la acción representada. Algo similar sucede con los ropajes y adornos de los personajes que aparecen en este interior. El artista ha planteado también una vista exterior que muestra un jardín con plantas típicas como las palmeras, cerrado con un muro tal como pueden verse en los murales que decoran tumbas que han llegado a nuestros días. Un toque ambiental fundamental como es el cielo de intenso azul completa el exterior.
Entre el jardín y el interior se establece un interesante contraste de luces, que el pintor aprovecha para enfatizar algunos de los personajes que intervienen en la escena, especialmente la figura femenina que atentamente observa el juego, seguramente discurriendo sobre el movimiento que los jugadores habrán de realizar.
Pintada en 1865, a poco de su primera visita a Londres con motivo de la Exposición Internacional de 1863, donde de Alma-Tadema se había interesado vivamente por los objetos procedentes de la culturas clásica y de la egipcia que vio en el Museo Británico, esta obra es una buena muestra de esta etapa de su carrera además de un ejemplo de su perfección técnica, cuyo virtuosismo fuera reconocido nada menos que por John Ruskin, uno de los críticos contemporáneos más eminentes.
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