Vemos a un picador ya de cierta edad, sentado, apoyando su brazo sobre el respaldo de la silla de madera mientras que la otra mano sostiene el castoreño (sombrero) que descansa sobre su pierna. El personaje sostiene la mirada fija en el espectador mientras sostiene un cigarro casi imperceptible en los labios.
Parladé ha captado el gesto noble de un profesional de la fiesta que se muestra seguro de su experiencia. La frente brillante, el rostro enrojecido por el esfuerzo y el pelo despeinado parecen anunciar que ha acabado la faena. La cabeza blanca delata un trabajador constante. La intensidad de la luz desciende paulatinamente en la escena, desde el brillo de la frente a la zona de sombra en el respaldo de la silla. Igualmente la pared que cierra el espacio es, en la zona superior, más clara de lo que habitualmente acostumbra, por lo que esta obra destaca por su luminosidad frente a las otras del mismo tema.
Esta vez ha empleado un cromatismo de tonalidades más cálidas, lo que otorga al lienzo especial intensidad. Como acostumbra, ha resuelto las calidades de las telas magistralmente. Contrasta particularmente la chaquetilla plata y rosa con la calzona tono siena. El forro rojo vivo del castoreño crea un punto de atención que equilibra todo el cuadro.
Es éste posiblemente uno de los cuadros de Andrés Parladé donde mejor ha sabido manifestar el mundo interior de sus personajes a través de la expresividad. En definitiva, el pintor parece querer mostrarnos un testimonio de trabajo y dignidad. Es, que conozcamos, la única pintura en la que un picador ocupa su atención, frente a numerosas obras en la que los toreros son los protagonistas. Posiblemente estemos, por esta razón y por la fuerza del personaje representado, ante el verdadero retrato de un picador y no ante una obra realizada por el posado de un modelo.