La mayor parte de mi obra nace de una visión directa de la naturaleza (...). Cuando la presencia de algo me conmueve (...) surge la necesidad (...) de expresar su lenguaje».
Con estas frases Luis Garrido nos da algunas claves de su actitud creativa. Luis pasea por la naturaleza que le es más próxima; la mira tranquila, cuidadosa y placenteramente. Gozosamente sentida, emocionadamente conocida, descubre su lenguaje hecho de recóndito silencio y con voz callada nos desvela su vivificado latido, su sonido rumorosamente animado. Lo vemos y lo escuchamos recogidamente. Y sentimos necesariamente una íntima sensación de calma, de tiempo quedo.
Así en este paisaje.
Nuestra mirada es llamada por los ocres cálidos y por los blancos amarillentos y verdes fríos "plateados" de la ramulla espinosa situada en el centro de la imagen. Nace de un quebrado arbusto siena oscuro, y contrasta con los azulados verdes esmeralda –entretejidos con grises violáceos– del herbaje de altos tallos de la mitad baja del segundo espacio. Después, por un juego de equilibrio, la mirada se posa en las crecidas hierbas que ocupan el primer término del cuadro; hierbas de matices ocres, algunos levemente anaranjados o verdeantes, que se alzan sobre un terreno en claros y cálidos grises sienas y fríos violetas: delicado contraste cromático y de temperatura.
Estas hierbas se inclinan hacia la izquierda oponiéndose en su dirección a las del segundo término. Así, nuestra mirada recorre, con leve movimiento en zig-zag, dos espacios, divididos a su vez por una amplia curva que separa la cálida luz de uno de la húmeda umbría del otro.
La mirada se dirige, después, a los gruesos troncos de los términos tercero y cuarto, cuya disposición diagonal nos conduce al fondo del cuadro. Pero el recorrido se aquieta por las bandas horizontales en las que los árboles se asientan... y se reanima tanto por el leve movimiento –en direcciones opuestas– de su mullido herbaje como por los sutiles juegos cromáticos y lumínicos que allí aparecen. Reposan después los ojos en los verdes fríos de los arbustos postreros; y quiere la mirada, finalmente, escaparse hacia los claros azules al fondo entrevistos...
Minuciosamente recreadas, con lenta delectación, todas y cada una de las imágenes del cuadro, sorprende su excepcional factura precisa de cuidada fineza, de levedad matérica extrema.
Cada cosa representada aparece con las características de su particular singularidad, pero tan morosa y amorosamente reinventada que, sin paradoja, nos revela su esencia ideal.
Pintada con ánimo sencillo, casi religioso, sin truco, con verdad, esta obra transmite comunión con la naturaleza y amor por la vida sosegada. Y alcanza nuestra alma con tal intensidad que la conduce, indefectiblemente, a adentrarse en el paisaje; a habitarlo con extremo cuidado; a vivirlo en emocionado y respetuoso silencio.
Javier Suescun Molina
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