La formación pictórica de Federico Cantú empezó en la Escuela de Pintura al Aire Libre de Coyoacán, dirigida por Alfredo Ramos Martínez, donde estudió entre 1922 y 1923. Una de las aficiones que perduró en el artista de esa primera instrucción, fue la transmitida por su compañero escultor Fidias Elizondo, de quien Cantú heredó la pasión por representar la figura animal. Dentro de esta vertiente, su mayor atención se orientó hacia los caballos, a quienes dio un lugar especial en el extenso espectro de su iconografía. Ya otros artistas mexicanos de la primera mitad del siglo XX habían incorporado estos animales a sus creaciones, entre ellos Oliverio Martínez en Caballito de 1932 (colección Blaisten). Los equinos son un tema ?en el que se dan vínculos permanentes de la cultura mexicana con la más amplia cultura occidental?. En la obra de Cantú aparecen recurrentemente, en muchas ocasiones relacionados con escenas bíblicas, en otras con temas mitológicos, aunque siempre en correspondencia estilística al arte renacentista. En esta obra encontramos una minuciosa observación de la fisionomía del animal. El caballo del fondo de tonos cobrizos, posee líneas apenas definidas pero se adivina su vigoroso movimiento; el azabache del centro con su grandilocuencia, rebeldía y toques de luz que subrayan la musculatura, se convierte en la figura central de la escena; el marrón de la derecha de ojos vivaces, se funde en uno solo con el muchacho que lleva a cuestas, en una clara referencia al centauro mitológico, símbolo de instinto y arrojo. La indudable influencia de Piero della Francesca y de Paolo Uccello, se manifiesta en esta composición llena de color y notable dinamismo. Los equinos, probablemente simbolizando la pasión artística del pintor, hacen gala de sus rasgos expresivos y se convierten en protagonistas de la escena. Vid. Claudia Barragán, Arte moderno de México. Colección Andrés Blaisten. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2005.
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