Sentado al pie de un árbol sin follaje, san Juan Bautista, aureolado, empuña un crucifijo con la filacteria en su mano izquierda y su correspondiente inscripción mesiánica ("He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo"); mientras descansa el brazo derecho sobre el mullido pelaje de un corderillo (que así queda señalado como símbolo de la víctima propiciatoria). El profeta del Nuevo Testamento cubre sus magras y tostadas carnes con su característico pellico de camello y el manto rojo sobrepuesto, emblema de su martirio. Tras de él se mira un paisaje azulado y lacustre y, para poner énfasis en la sensación de lejanía, se interponen: una cascada, las copas de los árboles y tres montículos dispuestos en gradación de profundidad. No se trata de un escenario más, sino de todo un locus hagiográfico que recuerda el río Jordán, en cuyas aguas Juan bautizara a su primo, el Mesías, durante un momento misterioso de revelación y teofanía, y en cuyas riberas, de tiempo atrás, predicara al pueblo su inminente advenimiento.
La sensación atmosférica y de profundidad de ambos fondos paisajísticos se da precisamente en el orden en que se disponen sus tres registros cromáticos, conforme a la fórmula empleada en la escuela flamenca: castaños y terrosos en el primer plano, verdes con todos su matices en el segundo y azules rebajados con blancos en lontananza. Las entonaciones frías del manto de la Magdalena y los follajes son recursos cromáticos que acercan al artista a la paleta veneciana. Pero salta a la vista que, pese a ser obras hechas con las mismas dimensiones y con el mismo destino, también se palpan enormes diferencias de tratamiento formal y gestual en la representación de sus figuras.