Esta pieza escultórica presenta como atributo el libro que portan los cuatro evangelistas y escritores de epístolas en sus representaciones, lo que conduce a suponer, con base en la hagiografía e iconografía de estos personajes, que puede tratarse de la imagen del apóstol San Pablo: “En la iconografía medieval, a San Pablo se le reconoce por su calvicie y por su barba negra puntiaguda, lleva la espada del martirio en la mano derecha y viste túnica verde y manto rojo conforme al retrato atribuido a San Lucas que se venera en el Vaticano. Desde el Concilio de Trento, San Pablo rejuvenece en sus representaciones, luciendo abundante cabello y una barba oscura muy poblada; y el instrumento de su martirio es ahora un montante, o un mandoble, una gran espada que puede superar su estatura”.[1]
Otro aspecto que lleva a interpretar que se trata de dicho apóstol es la expresión de aflicción que refleja el rostro del santo representado. Santiago Vorágine dice que “los pecados causábanle en su alma angustias y dolores más fuertes que los que siente una mujer durante el trance de su parto; por eso decía él: ‘¡Hijitos míos! Sufro tanto por vosotros como si os estuviese pariendo!’”.[2]
Sobre la representación del libro que portan algunos apóstoles, como San Pablo, Guillermo Durandi dice: “los apóstoles [...] pueden representarse con libros, que significan lógicamente el conocimiento perfecto. El no representar de igual forma a todos los apóstoles se basa en que algunos de ellos reprodujeron en sus escritos la doctrina recibida y, por ello, se representan adecuadamente con libros en las manos, como los doctores (así ocurre con Pablo, los evangelistas, Pedro, Santiago y Judas), pero otros no dejaron nada escrito o al menos nada cuya autenticidad haya reconocido la Iglesia, por lo que no se representan con libros sino con aros, como símbolo de su predicación”.[3]
Con su brazo izquierdo a la altura de la cadera, el apóstol sostiene con su mano un libro abierto, en cuyas hojas no aparece inscripción alguna. Su brazo derecho está elevado a la altura del pecho, mientras que la posición de su mano y el puño abierto indican que sostenía el instrumento de su martirio. El personaje viste túnica verde, sobre la que se ciñe, a la altura de la cintura, un cinto; esta prenda cubre sus tobillos. Francisco Pacheco dice: “Acerca del calzado de Cristo y de los Apóstoles, advertimos que tienen ambas opiniones sus valedores, como saben los doctos, aunque la de traer sandalias parece estar más favorecida, y así podrán los pintores usar la una o lo otro, porque las sandalias no contradicen a la descalcez”.[4] Por el contrario, el apóstol aquí representado sólo deja ver la punta, no de sus pies descalzos o con sandalias, sino la de sus zapatos color negro, lo que resulta particular dentro de la representación tradicional del calzado de los apóstoles.
Sobre la túnica aparecen estofados que representan racimos de uvas, ramas y hojas de vid pintados en contorno negro sobre el oro, donde tiene escasas marcas de puntos con punzón en uvas y hojas. En el manto rojo se aprecian estofados de flores de cuatro, seis y ocho pétalos, así como grandes hojas, delineados todos los diseños vegetales con marcas de puntos con punzón sobre oro.
La cenefa del manto presenta también estofados de flores con cuatro pétalos, líneas rectas y ondulantes delineadas con puntos sobre oro. Entre las marcas de punzones que aparecen sobre el manto rojo destacan marcas o líneas horizontales no cortas sino prolongadas en paralelo, trabajadas también en el revés del manto. En su estudio El imaginero novohispano y su obra, Consuelo Maquívar muestra, entre las piezas que examina, diversas marcas de punzones empleadas entre los siglos XVI y XVIII, en las que aparece el empleo de rayas muy cortas en diagonal.[5]
Por su lado, en su Iconografía aplicada a la escultura colonial de Guatemala, Miguel Álvarez Arévalo presenta, en los diseños del siglo XVIII, flores y otras formas vegetales rodeadas de “rayas” o líneas horizontales prolongadas que se asemejan a las que aparecen en el manto del apóstol de nuestra pieza.[6] Estas líneas o rayas también destacan, en dorado, en los zapatos del personaje. En el encarnado de rostro y mano se aprecia la técnica de bruñido, con predominio del color rosa para la representación de la piel, acentuando en las mejillas y párpados tonos más fuertes. Tiene ojos de vidrio, sin distinguirse el uso de pestañas postizas ni pintadas. Las cejas aparecen delineadas en tono café. En la talla de la pieza escultórica y la peana que la sostiene se observa el empleo de un sólido bloque primario.
El personaje representado tiene la cabeza inclinada hacia la derecha dirigida hacia el espectador; su rostro es de un adulto con abundante cabellera y barba ondulada y larga que deja descubiertos el rostro y las orejas. El cabello nace de un remolino en la parte occipital, lo que provoca que caiga hacia la parte frontal, cerrando del lado izquierdo de su frente en un rizo a manera de voluta. Ojos, nariz grande y afilada, pómulos pronunciados, labios delgados y una barbilla fina denotan cierta influencia española. El cuerpo guarda proporción: bajo la túnica se modela la cadera y la pierna del personaje, sólo las orejas y la mano derecha carecen de una adecuada precisión anatómica, pues no están modeladas las falanges ni las venas, elementos característicos de la escultura novohispana del siglo XVIII.
Vista la imagen de espaldas y de frente se aprecia el movimiento serpentino que parte de la flexión de su cabeza inclinada, así como el movimiento de paños que acompañan dicho movimiento. Su cadera y pierna derecha acentúan el contraposto, conservando así la escultura un eco de gusto anterior.
[1]. Carmona Muela, 1985: 351.
[2]. Vorágine, 1984: 364-365.
[3]. Durandi, 1950; Idem.
[4]. Pacheco, 2001: 677-678.
[5]. Maquívar, 1995: 114.
[6] Álvarez Arévalo, 1990: 64-65.
Fuentes:
Álvarez Arévalo, Miguel, Iconografía aplicada a la escultura colonial de Guatemala, Guatemala, Fondo Editorial La Luz, 1990.
Carmona Muela, Juan, Iconografía de los santos, Madrid, 1985.
Durandi, Guillermo, Rationale Divinorum Officiorum, 1950.
Maquívar, María del Consuelo, El imaginero novohispano y su obra, México, INAH, 1995.
Pacheco, Francisco, El arte de la pintura, Madrid, Cátedra, 2001.
Vorágine, Santiago de la, La leyenda dorada, Madrid, Alianza, 1984.