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Bendicion de la Mesa

José de Alcíbar

Museo Nacional de Arte

Museo Nacional de Arte
Mexico City, México

Al centro de una "mesa dispuesta", Jesús imberbe, aureolado con sus ráfagas de potencia, bendice las viandas allí distribuidas al tiempo que mira directamente al frente. Desde esa posición, en que queda interpelada la mirada del espectador, el pintor consigue un efecto visual "en picada", para se pueda apreciar mejor cada uno de los comestibles regados sobre la mesa. Además, el propósito de este punto de visión, semejante al talud de los escenarios teatrales, es subrayar la jerarquía del protagonista central; y así, la aguda perspectiva converge, precisamente, en el Jesús adolescente que bendice el pan. A los costados se hallan sus padres con la cabeza baja, sentados igualmente en un sillón frailuno y tachonado con remaches: la Virgen cubierta de velo con sus palmas puestas en oración y san José con las manos sobre el pecho, en señal de jurar in verbo sacerdotis o dar consentimiento a las acciones de su hijo putativo. Se deja sentir un espíritu de concelebración ritual, más allá del momento cotidiano que aparentemente retrata este cuadro colorido y hogareño.

En torno a la composición triangular de la Sagrada Familia, los ángeles también se muestran fervorosos, en actitud de oración o afanándose, otros más, como "ayudas" para terminar de servir la mesa. A la izquierda, genuflecto, uno de ellos dispone una fuente de frutas, en la que se aprecian duraznos, granadas, membrillos e higos. Su contraparte de la derecha acerca un pocilio de mayólica, y, sobre el albo mantel, pueden distinguirse flores de mirto y rosa, naranjas, un bollo de pan, cuatro rebanadas del mismo y los platos de cada personaje, servidos de legumbres y guarnecidos de sus respectivos cubiertos. La dieta es notoriamente frugal, acorde con la virtud de la templanza y en contraposición a las representaciones del vicio de la gula; así, mediante esta "naturaleza muerta", se aludiría a la moderación de los sentidos como virtus sagrada. No por acaso la renuncia a la carne, que se mira en cuadros de este tipo, es significativamente una nota de ejemplaridad moral.

En el primer plano y sobre un piso tablerado, dos angelitos desnudos descorren una jugosa guirnalda de variadas flores, que había sido depositada en un canasto, sin duda con el propósito de ornar el cenáculo y hacer más grato y festivo este momento de íntima convivencia familiar. Al fondo se mira, apenas esbozado y de espaldas, a un ángel que parece retirar del fogón los bastimentos, que luego se llevarán a esta "mesa sagrada".

Esta escena a caballo entre la vida cotidiana y el idilio celestial, bien pudo tener fundamento en el último pasaje del Evangelio del Pseudo Mateo, que narraba las peripecias y presagios del Niño Jesús, preparando a sus padres para cumplir su misión redentora y de predicación. En el parágrafo XLVII se lee: "Siempre que José iba a algún convite en compañía de sus hijos Santiago, José, Judas y Simeón y de sus dos hijas, asistía también Jesús con María, su madre. Y, siempre que se juntaban, Jesús les santificaba y les bendecía, siendo también el primero en empezar a comer y beber. Pues nadie se atrevía a hacerlo, ni siquiera a sentarse a la mesa o cortar el pan, mientras Jesús no lo hubiera hecho y le hubiera bendecido. Si por casualidad estaba ausente, esperaban hasta que viniera. Y, cuando se ponía a la mesa, le acompañaban María y José y los hijos de éste, hermanos suyos."

Más allá de que Jesús, en un esto paternal y familiar, hubiera realizado la fracción del pan, tal como se observa en este cuadro, en realidad, como todo recurso alegórico, su significado trasciende a su aparente intención piadosa. El acto mismo de bendecir desde el lugar central y la común reverencia que se respira entre todos los participantes nos ponen en claro que el rito en que Jesús comunica su voluntad es inherente a su divinidad, que así quedará transubstanciada, y al futuro ministerio sacerdotal que viene a instituir para que lo represente. Los planes para fundar su Iglesia quedaban anunciados bajo la forma de una licencia poética, precisamente por medio de un pasaje apócrifo en que además se reconocía, de forma implícita, el poder creativo y sacralizador que Jesús tiene sobre la creación y sus criaturas.

Como tantos otros temas alegóricos sobre la misteriosa infancia y adolescencia de Jesús, La bendición de la mesa tiene, entonces, un carácter premonitorio y sacramental. Por una parte, esta escena risueña y amable nos sugiere que se trata de un proyecto o anuncio de la institución de la Eucaristía (máximo misterio de la Iglesia), y, por otra, viene a reforzar la tradición piadosa y familiar de bendecir los alimentos en la mesa del hogar para agradecer diariamente a Dios Padre, por medio de la misma oración enseñada por Jesús ("el pan de cada jornada"). Pero, como objeto retórico ideado para la conmoción, este gran cuadro con figuras de tamaño casi al natural, participa de la pedagogía meditativa de san Ignacio de Loyola y de sus Ejercicios espirituales; y nos hace explícito el recurso de "composición de lugar" que finalmente movía a la piedad y compasión.

El tema de la Sagrada Familia celebrando "el banquete espiritual" en su casa de Nazaret fue peculiar del arte flamenco desde fines del siglo XVI; y ya en la Nueva España y, sobre todo, en el Alto Perú, mantuvo una larga per vivencia, prestándose a múltiples variantes ambientadas conforme a los usos y objetos de cada región. También era común que allí se introdujeran algunos comensales más, como los padres de María, e incluso algunas figuras hagiográficas famosas en la época, que entablan una "sacra conversación" a modo de sobremesa (como santa Teresa de Jesús y san Pedro de Alcántara). El pintor poblano de mediados del siglo XVIII Luis Berrueco realizó en un medio punto (hoy en la catedral de Tula) uno de los más grandes y desbordados ejemplos de la "bendición de la mesa", notable por la minucia y profusión con que fueron plasmados cada uno de los objetos de platería y cristalería, los frutos, los peces y la repostería; esta pieza ofrece, además, la particularidad de que ha sido convidada la parentela de María conformando, así, el tema de "los cinco señores" que participan de la humanidad de Jesucristo (el Padre Eterno bendice todo desde las alturas convalidando la divinidad de su Hijo).

Por otra parte, cuentan los Evangelios tanto canónicos como apócrifos que Jesús y su familia terrenal fueron servidos por los ángeles en momentos difíciles e ingratos (en la huida a Egipto o cuando fue tentado por el demonio en el desierto). Incluso, el Hijo del Hombre llegó a ser consolado por ellos durante la oración en el huerto y hay quien supone que durante el terrible trance de la flagelación, sus ángeles le acompañaron, ya recogiendo los charcos de la preciosa sangre (otra metáfora eucarística) o confortando su cuerpo lacerado y desfalleciente. La participación simbólica de estas jerarquías angélicas en el transcurso de la vida del Redentor no sólo manifestaba su naturaleza divina y omnipotente, al reverenciarlo en forma humillada, sino la ejemplaridad con que el cristiano de la Contrarreforma debía asimilar, a su vida práctica, el virtuoso mundo de los buenos afectos o la conmiseración por la suerte del prójimo.

Este desiderátum, tan peculiar del misticismo del siglo XVII, se dejaba ver en el tópico de la "sacra conversación", que en suma reflejaba una consideratio o exposición figurada y razonada de un pasaje evangélico, como proponían los jesuitas en sus láminas. De esta suerte, en palabras de Héctor Schenone, esta escena sería una glosa y elogio de "las virtudes que florecieron en grado eximio en esa pequeña y originaria comunidad monástica que fue la casa de Nazaret, por lo cual las pinturas [de este tema] se convertían en otros tantos exempla" de un Jesús maestro. Esta cualidad retórica de la imagen se entiende aún más cuando se reflexiona sobre una de tantas exempla derivadas e inferidas, al propósito, por el texto del Pseudo Buenaventura:

"Contempla, [Alma], como los tres comen juntos en una mesa todos los días, y no manjares delicados exquisitos, sino pobres y en poca cantidad; y mira como después hablan entre sí, no palabras vanas u ociosas, sino llenas de sabiduría y del Espíritu Santo, de modo que no se alimentan menos en el alma que en el cuerpo."

La herencia cabreriana en esta colorida escena es por demás evidente en los rostros luminosos e idealizados y en el grupo de angelitos que sostiene la sarta de flores. Este detalle no es meramente decorativo, acorde con cierta sensibilidad rococó que permeaba en el gusto criollo en la Nueva España de la segunda mitad del siglo XVIII, sino constituye todo un motivo iconográfico, peculiar de estos temas de intimidad "nazarenistas" y que precisamente hacían el elogio de la raíz etimológica de Nazaret, como casa "eternamente florecida" o pensil "abreviado del cielo"; es decir, como anuncio del paraíso celestial. Al propósito, un poemario josefino novohispano del siglo XVIII nos dice que la Santa Casa de Nazaret era precisamente imagen del paraíso o "un nuevo jardín del Edén custodiado por querubines", y, así, san José era el patriarca guardián de este vestíbulo del cielo: "Lo puso Querubín, en la entrada / Los tres establecieron y pusieron / A san José guardián del Paraíso: / Su casita Nazaritha, 'La Enflorada'."

Un pequeño lienzo de la escuela cuzqueña del siglo XVIII del mismo tema, hoy conservado en el Museo Pedro de Osma de Lima, parece corroborar la idea de que la idílica escena ocurre precisamente en un jardín enflorado, tanto para señalar el locus gentilicio de la familia como para maravillar la mirada de los devotos con una "idea" del paraíso por venir, cifrado en el profundo paisaje de arboledas, arroyos y aves que sirve de fondo; allí vemos, pues, no ya una guirnalda para ornato, pero si una enramada formando un arco de rosas que da cobijo al yantar espiritual de los sagrados comensales y les brinda su aroma, sombra y frescura.

El vínculo estilístico de esta obra de Alzíbar con la pintura de Cabrera no es tan fortuito, habida cuenta de una de las más tempranas y conocidas obras del maestro oaxaqueño, que se había ocupado del mismo tema (hoy en la sacristía del templo de Loreto), y cuya versión mantiene indudables concomitancias con la obra de marras. No se olvide tampoco que allí mismo los padres jesuitas habían hecho la reconstrucción de la casita de Nazaret, como evocación meditativa, según la tradición del modelo lauretano.

El recurso del bodegón o la mesa revuelta integrado a la escena narrativa o alegórica es, desde luego, otra forma de contraponer la frugalidad a los excesos, y, de forma paralela, un medio para que el artista haga más amable y cotidiano el ambiente casero de santidad, que allí se evoca con un dejo de costumbrismo. Estamos, pues, ante una versión "a lo divino" del mismo gusto dieciochesco que se retrataba en los cuadros de castas o en los saraos campestres que aparecían en los biombos; tanto así que, como en el caso del ejemplo de Berrueco, el exceso de manjares contradice el espíritu de templanza y los recatados modales que se suponía debía transmitir este tipo de representaciones. De una forma u otra, los platos servidos son también una alabanza al papel nutricio de san José, que permitía, así, que el Niño creciera en salud y se fortaleciera en sabiduría. Se trataría, por todo lo dicho, de un cuadro sumamente adecuado, aunque ya muy tardío por su estrategia retórica, para ornar los muros de un refectorio conventual, quizá de una casa de ejercicios o una clausura femenina; todo para imitatío y conmoción de sus reclusos y ejercitantes. Por ello, tampoco sería descabellado suponer que su posible procedencia estaría en relación con otras obras del mismo autor, que se miran en la Casa del Oratorio de México de San José el Real (La Profesa), para cuyos congregantes Alzíbar era el pintor exclusivo y realizaba obras de semejante contextura simbólica. Más aún si se trataba de un tema josefino, ya que estos clérigos manifestaban una dilecta devoción al patriarca y su entorno simbólico en función de su título fundacional.6 Por supuesto, la larga fama del artista, como el más tardío epígono de la escuela cabreriana, y su ingreso como profesor teniente de la Academia, desde su fundación en 1781, además de sus donaciones para las Galerías, serían motivos suficientes para que el plantel integrase y conservase una de sus obras más representativas en sus Galerías.

Sin embargo, no hay rastro alguno de su incorporación a las Galerías en los inventarios del siglo XIX ni tampoco en los archivos del siglo XX. En su obra póstuma sobre la pintura colonial, don Manuel Toussaint es el primero en integrar esta pieza a su lista de ilustraciones, aunque no se refiere a ella en el texto respectivo.

Se desconoce, por lo tanto, su procedencia o el momento en que apareció la firma.

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