Esta pintura está firmada por Miguel Cabrera, pintor sumamente importante de mediados del siglo XVIII por su influencia, obra plástica y tratado a favor de la Virgen de Guadalupe, así como por continuar la tarea de reformulación del quehacer artístico en la Nueva España que habían empezado los hermanos Rodríguez Juárez hacia 1710. Presenta, por lo tanto, una paleta reducida, típica de la pintura de la época, así como facciones amables y encarnaciones rosadas.
Se ha supuesto que este artífice tenía un gran taller, aunque poco se ha podido estudiar y comprobar al respecto, pues aún no existe un catálogo comprensivo de toda su obra ni se tienen documentos de su funcionamiento. La mayoría de sus pinturas firmadas presentan una gran calidad, pues supo plasmar con sencillez figuras de belleza amable, variados afectos y proporciones más naturalistas que las que se usaron en la centuria anterior. Sin embargo, no todas las pinturas que ostentan su firma tienen la misma finura, sutileza y complejidad, lo que quizá se pueda explicar justamente por la operación de un gran taller que satisfacía diferentes necesidades.
Es el caso de Santo Domingo de Guzmán, que no presenta la misma elevada calidad de otras piezas de su pincel, como la pintura de san Juan Nepomuceno de esta misma colección. Santo Domingo parece estar firmado en 1741, siendo que la obra encontrada más temprana de su autoría es de 1740,[1] por lo que su factura podría denotar una etapa temprana del desarrollo artístico de Cabrera, y en este sentido adquiriría relevancia para entender su evolución plástica. Es, sin embargo, una pintura que permite reconocer al santo sin dudar, y cuya composición le otorga dignidad y grandeza por el manejo del fondo, con su horizonte bajo y las escalas de los objetos representados.
Santo Domingo se muestra vestido con su hábito blanco y capa negra, y con los atributos que lo distinguen: la estrella en la frente, el rosario al cuello, el libro que lo identifica como letrado, el lirio de la pureza, y un estandarte con la flor de lis blanca y negra. Además a sus pies está el perro con el que su madre soñó mientras estaba embarazada, con una antorcha encendida, que simboliza que peleará contra la herejía como perro guardián. Hay que recordar que se ha identificado a dicho animal con el nombre del santo en un juego de palabras: “perro del señor” como “Domini canis”.[2] Es, por lo tanto, una obra didáctica y que cumplía muy bien con el objetivo de servir al vulgo en sus oraciones y devociones, como se pedía en todos los textos teóricos y teológicos a los pintores.
[1]. Se trata de un retrato de Fray Toribio de Nuestra Señora en el templo de San Fernando de la Ciudad de México. Guillermo Tovar de Teresa, Miguel Cabrera, pintor de cámara de la Reina Celestial, México, InverMéxico, 1995, p. 216.
[2]. Réau, Louis, Iconografía del arte cristiano. Iconografía de los santos. De la A a la F, tomo 2, Barcelona, Serbal, 2000, Vol. 3, p. 394.
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