El vestido está confeccionado con una indiana estampada con motivos vegetales. Esa tela, fina y flexible, se ha elegido para aportar una sensación de ligereza al cuerpo vestido, una idea que se pierde a partir de 1850. La decoración se relaciona también con la recuperación del entorno natural propia del Romanticismo. Se trata de un vestido de día, de confección sencilla pero minuciosa, con vivos que rematan las costuras.
Hacia 1830, el volumen del cuerpo vestido adopta formas redondeadas y parece hincharse. Alrededor de 1828 reaparece el corsé, que recoge el torso, cubre el busto y marca suavemente una cintura estrecha en su posición natural. La silueta de la mujer romántica recuerda la forma del número ocho, sin ángulos. Los hombros caídos, cubiertos con manteletas, son característicos de esa época, así como las manos y los maquillajes pálidos, los peinados recogidos y los pies perfilados con zapatos bajos, que, junto con el vestido, contribuyen a una imagen incorpórea de la mujer, que parece flotar, como si no tuviera los pies en el suelo.
Inspirándose en el Renacimiento, se recuperan técnicas de confección para incrementar el volumen de las mangas —a partir de un círculo completo y con costura curvada—, a las que se añaden rellenos y lorzas en los hombros. Los de este vestido se hinchan a la altura de los codos, y acaban en unos puños estrechos destinados a poner de relieve unas manos pequeñas y pálidas no acostumbradas al trabajo. El cuerpo es ajustado, con pequeños arrugados y lorzas que ciñen el vestido al torso. Las faldas, que por un lado se ensanchan y por el otro se acortan, se colocan sobre una serie de enaguas hasta adquirir forma de globo. Para dar volumen a la falda se emplean muchos metros de tela, que se recoge con frunces a la cintura. El cuello cerrado, protegido con una manteleta, contrasta con los grandes escotes de los vestidos de épocas anteriores.