En 1984, Juan Bustillo Oro (1904-1989) publicó sus memorias bajo el amparo de la Cineteca Nacional. Con el título Vida Cinematográfica, el director mexicano relató sus andanzas durante 38 años por la industria de nuestro país. En Fundación Televisa nos sentimos muy orgullosos de colaborar con este homenaje a la programación del FICM y de invitar al público a conocer la obra de un personaje imprescindible de nuestro cine a través de sus películas, sus imágenes y su propia voz.
El presente texto es una edición libre y condensada de sus memorias.
El cine nació a mediados de la última década del siglo XIX. Yo, a mediados de la primera del XX, menos de diez años después. Por ser mi padre administrador del teatro Colón, la diversión casi única de mi familia, en la comodidad de la entrada gratuita, era la asistencia a ese lugar que yo tenía por maravilloso.
Cuando me reveo en perspectiva, me doy cuenta de que me escindí en dos personas que crecieron paralelamente en dos escuelas. Una la de las aulas, por las que discurrí hasta hacerme abogado, según la empeñada voluntad de mi padre. La otra, los teatros en los que, sin darme cuenta, se construyó en mí el hombre cinematográfico.
Mi padre, como administrador, tenía un pequeño porcentaje en las entradas. Desde el primer momento nos vimos en casa a merced de las veleidades de nuestra señora la taquilla. Si se mostraba favorable, nos llegarían hasta pasteles de El Globo. Si desfavorable, nos amenazaban el corte de luz y el lanzamiento del hogar.
¡Cuántas cosas de mis películas se explican, para bien o para mal, por esa completa sumisión que me fue impuesta desde mi infancia! Doce años duró mi constante asistencia al Colón recibiendo abundantísima enseñanza.
Un día, acompañado por mis hermanos y una sirvienta fui a los puestos del Día de Muertos que se instalaban en Hombres Ilustres, me solté de la cadena de manos que nos unía y me perdí. Caminé buscando a mi gente y di con una construcción misteriosa. Era el Pabellón Morisco. Alguien sacó un boleto y abrió la cortina para entrar.
Entre la rápida separación del cortinaje se reveló el cintilar de una proyección cinematográfica. Me quedé de una pieza, olvidé todos mis terrores y me puse a espiar a quienes compraban boletos, para sorprender, cuando entraran, un fugaz pasaje de la película. La emoción que allí recibí me agarró por el cogote para siempre.
Al cumplir dieciséis años mis padres se alarmaron por mi creciente afición al teatro, me querían respetado, con un título universitario, y no de vago bohemio, pasando hambres y menosprecio.
Yo me inclinaba más al cine pero como por entonces no había industria en nuestro país, me desahogaba en mis ensayos teatrales. Escribí una revistilla, Kaleidoscopio, para la compañía de María Conesa que se estrenó en el Colón.
Al año siguiente dos nuevas revistillas y un sainete. El cine era cosa de seres mitológicos. Cuando me enteré de la existencia de los primeros “estudios” profesionales, mi corazón se agitó. Llegué a Revillagigedo, decidido a meterme en ese templo y ver el milagro de cerca. Me despidieron con tan malos modos que ya no me atreví a aproximarme.
En las postrimerías de 1926, procedí a escribir un guion, aleccionado por mis años como espectador. Se tituló Yo soy tu padre. Mi sueño no pasó de un intento más o menos afortunado. Todos los distribuidores dijeron lo mismo: “¿Una película nacional? ¡Ni hablar! Eso era material ‘apestoso’ en el mercado mexicano”.
Mi padre, con arrojo, un tanto viciado por el afecto paternal, decidió estrenar la cinta con carácter de “exclusiva”. Nunca había tenido ingresos más pobres. Me refugié en mi propósito de satisfacerlo, resuelto a llevar con buen ánimo la cárcel de la abogacía.
Inesperadamente cambió la política por el asesinato del general Obregón. Con mis amigos más íntimos me entregué al vasconcelismo. Llegaron las elecciones y las muchedumbres vasconcelistas fueron sometidas a sangre y fuego. Los no asesinados nos vimos en proscripción.
Un buen día, reencontré a Mauricio Magdaleno, otro pájaro de la derrota y ave nocturna de las cuevas escénicas. Decidimos intentar un teatro de sentido social, antiburgués y revolucionario. Lo titulamos Teatro de Ahora. Narciso Bassols nos apadrinó desde la Secretaría de Educación y nos cedió el caduco teatro Hidalgo.
La producción cinematográfica continuaba creciendo en México. El primer script al que le metí mano fue Tiburón. Sus representaciones en el Teatro de Ahora habían sido muy celebradas. La Industrial Cinematográfica accedió a filmarlo. Me envalentoné y exigí la dirección. Fue en vano. Allí estaba Ramón Peón que venía de Hollywood, venir de Los Ángeles era para los de México como patente de doctorado en cine. La cinta fracasó.
Ya para entonces había alistado un nuevo guion, El compadre Mendoza, una novela corta de Mauricio Magdaleno. Mauricio se negó a trabajarlo conmigo, más no se opuso a que utilizara su narración. El productor consideró indispensable la dirección de Fernando de Fuentes. Me negué rotundamente. Yo tenía a mi guión por la llave maestra para hacerme director. Fernando acudió a nuestra vieja amistad para que le cediera la realización. Me sometí con harto dolor.
En ese mismo 1934, un joven productor peruano, Jorge Pezet, quería una historia de horror. Fernando era muy poco amigo de fantasmagorías y recurrió a mí. Yo sí tenía cierto gusto por lo quimérico, incluyendo lo terrorífico. Me incliné por una historia sencilla pero que huía de los lugares comunes. De Fuentes dirigió sin mucha fantasía pero con buen gusto y acierto dramático El fantasma del convento.
Mis frustraciones como director me minaron y me dediqué a vago de café. Un día, como a las once de la noche, surgió a nuestro lado un tipo extraño: “¿Es usted Bustillo Oro? Me apellido San Vicente. Mi hermano va a producir una película. Todo está dispuesto. El dinero en el banco, el argumento listo, el reparto y los técnicos contratados. ¿Quiere usted dirigirla?”
De pronto se me ocurrió que mis íntimos me jugaban una broma de mal gusto. Todos conocían mi desmedido afán. Nada tenía de amistoso tomarlo a chunga. “Acepto” le dije. Me tendió un cuaderno que sacó del bolsillo. Eché un vistazo, tenía un título: Dos monjes. ¿Cómo podía caerme del cielo una dirección que no me fue posible conseguir con tantos desvelos? Lo importante era la oportunidad.
Necesitaba saltar de modo llamativo al mundo de la dirección. Por la noche se me encendió el chispazo salvador. Le daría clima irreal, haciéndola entrar en un ambiente expresionista. A mediados de septiembre de 1934 di la primera voz de ¡cámara! como realizador en el cine sonoro. A Dos monjes le corresponde el número 1 en mi lista como realizador y el 44 de la producción nacional.
Después de narrar sus inicios en el cine, Bustillo Oro rememora con la misma sabrosura las circunstancias que envolvieron a cada una de sus 58 películas —entre ellas importantes éxitos como: Huapango (1938), Ahí está el detalle (1940), México de mis recuerdos (1944 y nuevamente en 1963) y El hombre sin rostro (1950)—, hasta llegar a su última producción.
Ya casi extinguido en mí el hombre cinematográfico, filmé Los valses venían de Viena y los niños de París. Al entrar en cada locación me acometía un extraño cansancio. Mi pasión por la artesanía cinematográfica había perdido su goce. Nuestra última jornada fue nocturna. Se interrumpió la filmación para cenar. Me fui con mi esposa Marina y tomando el café se me levantó una decisión. “Esta madrugada, Marina, presenciarás mi fin como director”.
A las dos y veinte de la mañana, ya corriendo el jueves 8 de abril de 1965, di la voz de corte para la última escena de mi vida. No quise enterarme de los resultados de taquilla ni de la opinión de la prensa. Ya estaba yo realmente ausente de mi profesión. Durante los años siguientes disfruté de un sosiego desconocido. Curado de todo afán, me ganó el deseo de recapitular mis trabajos. Y, entre otras cosas, escribí este libro ocioso.
Fechado el 23 de septiembre de 1982.
La exposición fotográfica Juan Bustillo Oro. Vida cinematográfica se presenta en la 19a edición del Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM), octubre de 2021.
Investigación, curaduría y textos: Héctor Orozco.
Archivo: Gustavo Fuentes.
Digitalización y edición de imágenes: Omar Espinoza.
Exposición digital: Cecilia Absalón Huízar.
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