A lo largo de sus casi setenta años de carrera artística, Pablo Palazuelo desarrolló una forma muy personal de abstracción geométrica inspirada en las enseñanzas esotéricas, la Cábala, la filosofía oriental y las matemáticas y las ciencias. Al igual que el escultor Eduardo Chillida, del que se hizo amigo al trasladarse a París en 1948, Palazuelo empezó estudiando arquitectura antes de optar por dedicarse de lleno a la pintura en 1939. Más tarde se aventuró también con las tres dimensiones y realizó esculturas a partir de 1954. En la década de 1940, recibió influencias de la abstracción de Paul Klee y, a comienzos de 1950, inspirado por la lectura de teosofía y textos herméticos que tratan sobre las conexiones entre los números y lo sagrado o lo psíquico, y la correspondencia entre los sonidos y los colores, se dedicó al lenguaje de las formas geométricas. Para Palazuelo, la geometría se encuentra en el origen de la vida y constituye el proceso más inventivo, que permite ver estructuras ocultas, nuevas formas en potencia y la metamorfosis de una forma en otra.
En 2002, Palazuelo comenzó a trabajar con formas ovaladas en su serie Circino, cuyo título proviene del verbo latino que significa hacer un círculo. Las formas curvas de obras como Circino XXXVI y XXXVII (ambas de 2003), pertenecientes a la colección del Museo Guggenheim Bilbao, sugieren un estado de cambio y transformación. La reducida paleta también es significativa: Palazuelo utilizaba el blanco y negro para expresar energías enfrentadas. Trataba de transmitir una máxima tensión entre la luz más clara y la oscuridad más opaca, una bipolaridad con inevitables connotaciones simbólicas y alquímicas.