No se sabe en qué aldea de La Mancha, hace ya siglos, vivía un hidalgo tan aficionado a los libros de caballerías que un día decidió tomar la profesión de los protagonistas de esas obras y ser caballero andante. Y lo logró gracias a las armas de sus bisabuelos -eso sí, bien limpias-, su viejo caballo con nuevo nombre, Rocinante; con llamarse a sí mismo don Quijote de la Mancha y, por último, tras superar la difícil empresa de encontrar a una dama para que los gigantes vencidos se pusieran a sus pies: imaginó a la bellísima princesa Dulcinea del Toboso a partir del recuerdo de una moza abradora de quien anduvo él enamorado un tiempo. Lo armaría caballero un ventero andaluz socarrón que don Quijote creyó que era castellano del castillo en el que estaba hospedado aunque fuera en realidad una venta.