Charles Frederick Worth fue el primer creador de alta costura de la historia. Por primera vez, el diseñador creaba unos modelos y los mostraba a la clientela en sus salones, en los primeros desfiles con maniquíes. Las clientas elegían, después se les confeccionaba el vestido a medida y el creador le ponía su etiqueta, dejando así su firma en la obra. Esto sucedía en París ya a mediados del siglo XIX. A partir de entonces, el sistema de la moda se fue imponiendo en el resto de Occidente, hasta que la alta costura devino el motor de la creación en el diseño de vestidos.
A mediados del siglo XIX la moda proponía este tipo de vestidos, con el cuerpo muy comprimido, la cintura muy estrecha —gracias al corsé con ballenas— y la amplitud máxima en las faldas. Estas se sostenían gracias a un nuevo artilugio, el miriñaque, estructura con aros de acero sujetos por cintas o cordoncillo. El miriñaque permitió eliminar muchas enaguas bajo la falda y conseguir la máxima amplitud en torno al cuerpo, en forma de campana. Absolutamente difundido y utilizado por todas las mujeres, motivó chistes en la prensa de la época debido a las situaciones cómicas —e incluso peligrosas— que provocaba. Sin embargo, por otro lado liberaba a las mujeres del peso de la gran cantidad de enaguas que llevaban con antes.
Partiendo de una circunferencia perfecta, poco a poco los vestidos van creciendo en metros de tela, que se concentra en mayor cantidad por detrás, como es el caso del modelo que presentamos. La espectacularidad de los vestidos femeninos, con tejidos de diversos colores y texturas y abundante ornamentación, contrasta con la invisibilidad de la indumentaria de los hombres, con trajes siempre de colores oscuros.
A menudo estos vestidos —compuestos de dos partes que se unen sobre el cuerpo— se presentan en dos versiones que utilizan la misma falda: el modelo de día —como el que se ve en la imagen—, con el cuerpo abotonado por delante y manga larga, y el modelo de noche, con un cuerpo sin mangas y escote pronunciado.