Mi papá regresó muy contento de la fábrica el otro día. “Me cambiaron de turno en el tejido”, dijo. Nos estrujó a mis hermanos y a mí; mi mamá y él se estrecharon fuerte. Como si se tratara de un milagro, les brillaban los ojos.
Ya acostados, antes de apagar el quinqué, hablaron mucho rato. Querían festejar, pero no sabían cómo. Si convidaban a una barbacoa a los amigos, todos estarían muy alegres, pero algunos se emborracharían y mi papá ya no toma, por eso el dueño de la fábrica lo puso en el turno que acaba a las 5 de la tarde. “Una comilona como quiera se hace otro día. Que sea algo especial, algo que dure”. Pediría prestado al banco de la fábrica. Que si comprarían otras camas en la cooperativa; no, las nuestras son viejitas, pero aguantan. Que si comprar un caballo; no, se nos morirá como el otro. Que si zapatos para todos; a lo mejor. Que si ir todos a la Villa de Guadalupe, en la Ciudad de México; que no, tardaríamos mucho y no podía faltar a su nuevo puesto o se lo quitarían. “¿Y al Santuario de Atlixco?”, preguntó mi mamá. “También es de Santa María de Guadalupe y está más cerca”. “A dar gracias sí, pero faltaría el festejo”, le contestó mi papá.
Al día siguiente regresé de la escuela y ayudé a mi mamá a barrer la vivienda. Descolgué del tendedero la ropa seca que ella había lavado tempranito en los lavaderos comunitarios, antes de irse por el mandado. Y así llegó la tarde y mientras ella planchaba la ropa ajena estuve jugando con mis hermanitos y unos amiguitos que viven en otras casas para los obreros de la fábrica.
Mi papá volvió de noche. Silbaba. “Pensé que te habías ido a celebrar a la cantina”, lo regañó mi mamá olisqueándolo. “Mal pensada, fui al centro a ver el asunto que hablamos anoche”.
Días después, nos despertaron tempranito y nos bañaron a jicarazos en la azotehuela tan pronto salió el sol, para no enfriarnos. Mis papás ya estaban arreglados de domingo. A mi hermana y a mí mi mamá nos recogió, y trenzó el cabello tan restirado que sentí que no volvería a cerrar los ojos. Luego de haber tomado nuestro café con pan, nos vistieron con la ropa más nueva y salimos.
“Aquí será el festejo”, dijo mi papá frente a una casota. Con un poco de susto entramos por la puerta principal. Subimos las escaleras hasta el tercer piso. Nos recibió una señora muy elegante con una linda sonrisa. “Hay que volverlas a peinar, se ven muy tiesas”, dijo, y ella misma lo hizo. Mi hermana correteaba, quería agarrar todo y tropezó con uno de tantos aparatos. Entró un señor serio que saludó a mi papá. Nos miró a todos y nos llevó a un lugar donde hay una dizque ventana, pero está dibujada y no es de verdad. A mi papá lo sentó en la silla de bejuco. Mi hermana quería subirse en sus piernas y, para que obedeciera y se aquietara, le prestaron una muñeca después de regañarla. En el salón hay espejos, cortinas, muchos cuadros colgados en las paredes de gente y de lugares. Mi mamá está cargando a mi hermanito que ya se despertó. A mí me dan un ramo de flores que tampoco son de verdad. Y estamos todos viendo hacia uno de los aparatos para que nos saquen la fotografía que colgarán en la casa y que durará para siempre, como quiere mi papá.