Sus ojos estaban abiertos, tanto que yo tuve que cerrar los míos. No quería mirarla, aunque ella sí parecía mirarme. Cerrándolos creí que desaparecería ese dolor por la traición de la vida.
La cámara fotográfica llegó a mis manos por la curiosidad de atrapar un instante y volverlo perpetuo. Poco a poco pasé de captar imágenes en la calle a tener mi primer estudio, pequeñito, pero mío. Dos cuartos, el primero para mostrar mi trabajo en fotos enmarcadas que capturaban sombras juguetonas detrás de Palacio Municipal, el beso de una boda celestial, los primeros retratos. Y en el otro, mi escenario construido: una pared de fondo con sencillo tapiz, un sillón de estilo antiguo, una lámpara, dos reflectores y, al centro, la cámara fotográfica, cómplice de la magia visual que deseaba hacer.
Fue una tarde de abril cuando llegaron a mi estudio; el hombre me pidió fotografiarlos. Es nuestra tradición, es lo único que nos queda, afirmó. Detrás de él venían ellas dos. No distinguía quién envolvía a la otra en el rebozo. Los pasé de inmediato. La mujer se sentó, sin dejar de arrullar a su bebé y empezó a hablar. Platicaba pausada, resignada. Y en su regazo brillaba esa mirada, esos ojos tan abiertos, tal vez asustados; siempre estremecedores.
Mientras limpiaba el lente de la cámara, en silencio me preguntaba: ¿puede un hijo doler más que otro? ¿Puede una misma mujer parir una, tres o diez criaturitas sin derramar su alma? ¿Existe el instinto maternal o se va inventando al acariciar el vientre abultado? ¿Será cierto que en cuanto nacen los hijos toda mujer queda abierta, rasgada, con una herida perpetua dispuesta al martirio amoroso, al heroísmo cobarde, al latido valeroso?
Ella seguía narrando lo ocurrido y jamás delató sufrimiento o rabia o negación: la noche del parto soñó con la Llorona, dijo. Hasta la escuchó. Se tapó la cara con su rebozo y las contracciones empezaron. Todo fue muy rápido y en unas horas ese trocito de carne se asomó a la vida. La cuidó como a todos sus otros hijos, la pegó a su pezón agrietado: ¡bebió tan poquito! No lloraba, no se quejaba, respiraba, solamente respiraba como el tímido viento de su pueblo. Pasaron días y noches, de angustia atorada en el alma. Quiso buscar auxilio. El marido la amaba y decidió que se fueran al pueblo grande. No importaba la distancia; la mejor comadrona los ayudaría con sus rezos y sus hierbas. Caminaron dos días y una noche. La vieja sabia los recibió. Su honestidad fue brutal: no hay nada que hacer. Siempre se nace para morir, dijo. El hombre apretó los puños. La mirada de ella se nubló todita.
El final llegó mientras regresaban a casa y caminaban bajo la luz de la luna. Ella enredó con sumo cuidado el cuerpecito en su rebozo y lo apretó contra su pecho, del que todavía brotaba leche dulce. Empezó a tararear la canción de cuna que aprendió de su madre y su madre de su abuela. Compartió también sus latidos para tatuarlos en el pequeño corazón detenido. No quiso cerrarle los ojos: que se fuera con los colores de la noche, con el silencio de las nubes quietas, con el brillo de cada estrella.
Yo sí cerré los ojos, pero eternicé esa mirada tan parecida a una luna ciega: ojos de la muerte niña, el cielo prometido sin travesuras ni Dios.