El viernes ha sido mi día favorito desde siempre. Cada semana dormíamos todos los primos en casa de los abuelos. Ser la más joven de las nietas me daba el privilegio de dormir con ellos —entre ellos— y de escuchar una última historia —solo para mí— antes de dormir.
Mi abuela me habrá contado mil veces cómo conoció a mi abuelo. Yo me la imaginaba con un vestido rosa perfecto, como el que tenía mi muñeca, paseando por la Alameda y comiendo helado de cajeta, su preferido.
Mercedes y “el chino” se conocieron trabajando en un café del centro del Distrito Federal. “El primer restaurante de chinos de la ciudad”, decía con orgullo (y, luego lo sabría, una alta dosis de mentira) mi abuelo. Ella, una jovencita de facciones finas y curvas sobradas recibía a los clientes y les ofrecía los menús con una docilidad que habría avergonzado a sus antepasados tlaxcaltecas. Él cargaba cajas y entregaba pedidos y, con los años, se volvió el administrador de las cuentas.
Hoy diría que mi abuelo era inestable, incluso un fracasado, pero entonces me parecía el más valiente de los aventureros. Una lavandería, una dulcería, una tienda de velas fueron negocios que gozaron de años de bonanza y eventual decadencia bajo su supervisión.
Me acuerdo bien del día en que le anunció a mi padre una nueva idea: mi abuelo tomando tequila, mi papá dándole vueltas con impaciencia a una moneda.
“El secreto es que se vea auténtico”, insistía mi abuelo. “Que se vea como recién desembarcado de la Nao. Que sepan que no somos unos improvisados. Será el primero en Puebla y el mejor. Un dragón en la entrada. El más chino de los chinos del país”.
“Por eso”, rebatía mi papá con sorna. “Por eso, papá”.
Yo estaba sentada entre los escalones espiándolos. Sabía muy bien cuándo una plática era de adultos y cuándo podía interrumpirla sentándome en las piernas de mi abuelo para que me compartiera de los dulces que siempre cargaba en la bolsa del pantalón.
Pero mi papá se veía escéptico, frustrado, impaciente, así que no era momento de dulces. Firmó el cheque y despidió a mi abuelo.
El siguiente viernes todos los primos posamos para la foto. Además, invitamos a Carmela, la hija de Esmeralda, hija de Mari, la nana de mi mamá. También posó la hija del fotógrafo, porque Lucía se enfermó y se quedó vomitando en la casa. Ahora que veo con detenimiento a Daniel me pregunto ¿cómo nunca imaginamos que terminaría siendo travesti si desde niño prefería vestirse de niña? Y yo, orgullosa, con los palillos de mi abuela enterrados en los chonguitos, sabiéndome la favorita, con su vestido de bodas y un millón de alfileres.
Hoy entiendo la risa de mi papá ante la convicción de mi abuelo de que el secreto del éxito sería la autenticidad: la familia que habían formado una tlaxcalteca y un poblano queriéndose hacer pasar por chinos para vender arroz frito. Mis ojos rasgados, como los de Adela, por nuestros antepasados indígenas, delineados con esmero para acentuar su forma “asiática”.
Por años nuestras caras solemnes colgaron de las paredes del restaurante de mis abuelos, que luego fue mercería y más adelante funeraria. Mi abuelo nunca dejó de ser “el chino”. Y yo nunca dejé de creerle —ni cuando dejé de hacerlo— sus historias de naufragio en el mar, de cómo había construido una muralla eterna o de cómo había peleado con un dragón y lo había vencido. Hoy vivo en Beijing. Vine a estudiar acupuntura. Mi familia descansa junto a mi cabecera en esta foto. Extraño el helado de cajeta y a mi abuelo, “el chino”.
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