A veces ni siquiera me reconozco en la niña que veo en la foto. Probablemente porque hoy ya no queda mucho de ella... En el transcurso de nuestra vida no somos siempre la misma persona, y es porque somos tantas personas como etapas vivimos.
Pareciera que la única manera de seguir adelante ha sido desbaratarme y bordarme de nuevo, utilizando hilos más vivos y de frescos colores, pero manteniendo la trama fundamental con mis gastados hilvanes... Tal vez la clave de lo que permanece intacto está en esas hebras desteñidas que han permanecido desde el principio. Quizás esa esencia es la que se mantiene y es la que en verdad me define: la que sobrevive a mi viaje, a mis penas, a mis logros y fracasos, a mis duelos y alegrías; la que siempre estuvo detrás de todo eso... esa soy yo.
Y ahí me tienen, con tan solo cuatro añitos. Es un día especial en el estudio de fotografía: estoy con peinado nuevo y pose fiada, con muñeca prestada para la foto. Para cualquier niña, ese momento hubiera iluminado su camino como una estrella fugaz, para después esfumarse. Para mí, significó mucho más... Fue como jugar a otra vida, salir de una oscura gruta, renacer, descubrir la luz y sentir la tibieza del sol. Fue una ocasión mágica en la que pude abrazar un sueño, palpar un imposible y vivir otra realidad.
Aún puedo saborear el frenesí que sentí al abrazar a esa muñeca y la agitación que me embargó al pensar que tal vez pudiera llevarla a casa conmigo. Pero no fue así. Se quedó en el estudio junto con mis ilusiones hechas trizas.
Durante los breves instantes que estuvo entre mis brazos, sentí que podía pausar una vida gris e iluminarla con colores. A pesar de mi tierna edad intuí que no duraría demasiado. Muchos años más tarde comprendí la lección tan grande que te da el desapego. Como una hebra desteñida, esa hermosa muñeca pasó a formar parte del tejido que forma el lienzo de mi vida.
Ese día, sin embargo, regresé a mi casa rota, con la sensación de que si movía los dedos aún podía sentirla entre mis manos. Desde entonces siento tristeza cada vez que entro a un estudio fotográfico. El clic de la cámara me sabe a renuncia, la luz me huele a abandono y los escenarios engendran en mí una extraña sensación de nostalgia...
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