En el rincón de un calabozo, un anciano semidesnudo, cargado de grillos y encadenado, está tirado en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared. Dos hombres han venido a confortarlo a la prisión: uno de ellos, de pie y a la izquierda, le ofrece con la mano derecha un cestillo provisto de panes y peces, una posible alusión emblemática al viático; el otro, de cabello y barba encanecidos, está de rodillas y en el acto de echarle un manto de lana color café sobre hombros y espaldas. Al parecer, este segundo personaje se ha despojado de su propio manto para arropar al extenuado prisionero; lleva una túnica gris, decorada con una cenefa áurea en mangas y cuello, y un "palio", vestidura litúrgica consistente en una tira de paño blanco, confeccionada con la lana de dos corderos, que le da vuelta en torno a los hombros y cuelga por delante y por detrás, y que lo identifica como jerarca eclesiástico, tal vez un obispo. El "palio" suele estar adornado de cruces negras; aquí aparece una esvástica o cruz gamada, un símbolo solar muy difundido que, en este caso, remite a Cristo.
En octubre de 1879 quedó aprobado el reglamento que establecía la celebración de concursos bienales para estímulo de los alumnos avanzados de la Escuela Nacional de Bellas Artes que cursaban la clase de composición, y así prepararlos convenientemente para su definitiva emancipación de la escuela. El asunto a representar era fijado por el profesor encargado del ramo relativo; los concursantes formaban un croquis o boceto inicial, y luego lo desarrollaban cabalmente. Los trabajos premiados quedaban a disposición de la escuela, recibiendo sus autores una gratificación que no excedía los 400 pesos.
Para el concurso bienal de 1883, el asunto asignado a los estudiantes de pintura de figura fue "Representar un acto sublime de Caridad". Tres alumnos participaron aquel año, con resultados halagüeños: sus obras pasaron a formar parte de las galerías escolares y actualmente se hallan repartidas entre el Museo de Aguascalientes y el Museo Nacional de Arte: Gonzalo Carrasco presentó un San Luis Gonzaga auxiliando a los enfermos de la peste de Roma, mientras que Alberto Bribiesca pintó El buen samaritano (ambos cuadros están en Aguascalientes). José María Ibarrarán opto por uno de los asuntos paleocristianos que constituían su especialidad: La caridad en los primeros tiempos de la Iglesia.
Es posible argüir que, igual que lo había hecho para pintar El sueño del mártir en 1877, en esta ocasión Ibarrarán volvió a inspirarse en la lectura de la novela Fabiola, o la Iglesia de las catacumbas (1854), del cardenal Nicholas Wiseman, más en cuanto a situaciones e ideas generales que en lo referente a una especificación narrativa o protagónica. Wiseman dedica varios pasajes importantes a describir y comentar las visitas habituales que los primeros cristianos solían hacer a las cárceles de Roma para auxiliar a sus hermanos presos y llevarles el viático, no sin grave peligro de ser descubiertos y encarcelados ellos mismos. Y explica: "Los cristianos solían proporcionarse por medio del soborno la entrada en aquellas moradas de dolor, y no de tristeza, y facilitaban a sus amadísimos y venerados hermanos cuanto podía aliviar sus penas y aumentar sus consuelos temporales y espirituales." E insiste en calificar de "un generoso acto de caridad" tales visitas a los presos: no por acaso un personaje central de la novela, el mártir Pancracio, es tomado prisionero a su vez cuando practicaba uno de aquellos sublimes actos fraternales. Wiseman también menciona la presencia, entre los reclusos, de algunos viejos cristianos condenados a servir temporalmente en la construcción de obras imperiales, antes de ser agraciados con el martirio en el circo, donde, a ojos de los paganos, no hacían un buen papel pues morían al primer zarpazo de las fieras.
La insistencia del escritor inglés en la relevancia capital de las obras de misericordia en tiempos de la Iglesia de las catacumbas concordaba perfectamente, por lo demás, con la doctrina y la práctica de la Iglesia mexicana en los años posteriores a la total derrota del partido conservador en 1867. La obligada abstención política a que se vieron reducidos los católicos los llevó a concentrarse exclusivamente en el apostolado seglar. En una carta pastoral que los arzobispos de México, Michoacán y Guadalajara signaron en 1875, exhortaban a los fieles a adoptar, ante la legislación anticlerical vigente, una actitud de resignación o "resistencia pasiva" fortalecida mediante la oración continua, la frecuentación de los sacramentos y la práctica de obras de piedad y misericordia. Allí alentaban a sus feligreses a demostrar que eran "buenos católicos, con el suave perfume de su piedad verdadera, y con el oro puro de sus multiplicadas obras de misericordia con el enfermo, el indigente y el huérfano desvalido".
Hubo una intensa participación de los laicos en actividades educativas y sociales. Por ejemplo, las principales tareas de la Sociedad Católica de la Nación Mexicana, fundada en diciembre de 1868 y muy activa al menos hasta 1877, se encaminaron a la fundación y sostenimiento de escuelas de orientación cristiana, desde los niveles más elementales hasta los profesionales; a la publicación de periódicos y folletos que defendían las posturas católicas tradicionalistas, y a la labor caritativa efectuada en cárceles y hospitales. Otras agrupaciones piadosas tuvieron a la sazón un gran incremento, como por ejemplo la Conferencia de San Vicente de Paul, asociación de señoras con fines caritativos que cumplía con el compromiso cristiano de "interesarse por el hombre, socorriéndole en sus miserias y consolándole en sus dolores", tal como lo estipulara santo Tomás de Aquino (cuyo pensamiento estaba entonces en pleno proceso de revaloración). No por azar, el interés de los católicos por participar en las obras de caridad se incrementó notoriamente después de que el Congreso decretara, en diciembre de 1874, la expulsión del país de las Hermanas de la Caridad, una orden religiosa muy estimada y popular en México. También en este asunto del fomento de la caridad, como respuesta a las trabas que el gobierno lerdista ponía al culto católico, tuvo mucho que ver la postura oficial de la Iglesia, tal y como se expresó en la carta pastoral antes mencionada. De hecho, la última sección de la misma está dedicada a reflexionar sobre la "Supresión del Instituto de las Hermanas de la Caridad", y sobre las distintas estrategias a adoptar con el propósito de impulsar la práctica de los actos de misericordia y amor al prójimo.
El cuadro de Ibarrarán fue pintado en 1883, durante la gestión de Manuel González, un año antes de la primera reelección de Porfirio Díaz. Llevaba ya algún tiempo en marcha la política de conciliación con la Iglesia que inauguró este presidente. Por lo tanto, la referencia paleocristiana está aquí asociada ya no tanto con el sentimiento de persecución y de vida precaria frente al poder de un Estado enemigo (como sí se advierte aún en La familia del mártir, del propio pintor), sino más bien con la necesidad experimentada por la Iglesia católica de reentroncar de alguna manera con sus orígenes, en su afán de reconstituirse, así como con la significación otorgada a la caridad cristiana como respuesta al problema del "pauperismo" moderno.Ya desde entonces, los pensadores católicos mexicanos daban un lugar importante en sus publicaciones al "problema social", resultante de la noción irresponsable e inhumana de la propiedad y de la concentración de la riqueza en pocas manos propiciada por la producción capitalista.10 Era éste un argumento más en la inacabable polémica entre católicos y liberales.
La pintura de Ibarrarán, junto con los bocetos y cuadros participantes en el concurso bienal de 1883, fueron remitidos a la vigesimoprimera exposición de la Escuela Nacional de Bellas Artes, que tuvo lugar en diciembre de 1886. Ya queda dicho que obtuvo premio, al igual que los cuadros de Carrasco y de Bribiesca y, en tal virtud, se quedó en la escuela para formar parte de sus galerías.
El alto aprecio en que se tenía esta obra quedó de manifiesto en el hecho de haber sido enviada, como muestra de la producción académica mexicana, a la Exposición Universal de París en 1889, y a la Exposición Universal Colombina de Chicago en 1 893.
Los datos que tenemos recopilados acerca de la trayectoria de José María Ibarrarán, posteriores a su egreso de la Escuela Nacional de Bellas Artes, son escasos y dispersos, pero nos permiten corroborar el interés fundamental del pintor por hacer de su carrera una suerte de profesión de fe religiosa. Por lo demás, no parece haber sido, la suya, una producción abundante. No concurrió, por ejemplo, a la vigesimosegunda exposición (1891) y aportó sólo una obra a la vigesimotercera exposición (1898-1899), un Sagrado Corazón de Jesús.
En 1900, participó con dos cuadros en el Primer Concurso de Bellas Artes organizado por el Círculo Católico de Puebla e inaugurado el 15 de abril de dicho año: Las informaciones de 1666 y Castillo de Emaús. Por el primero de ellos se hizo acreedor al primer premio en la sección de composición, y por el segundo, a un primer premio en la sección de "Copias de cuadros" (aunque la memoria de la exposición no aclara de qué original fue copiado, es posible que se tratase del célebre cuadro de Ramón Sagredo). El cuadro de Las informaciones de 1666 allí expuesto y premiado era una versión en pequeño del de tamaño mural ejecutado en 1894 para la colegiata de Guadalupe, como parte de las obras de ornamentación para las fiestas de coronación de la Virgen de Guadalupe, celebradas el
12 de octubre de 1895. Probablemente fue entonces cuando adquirió dicha versión el coleccionista poblano José Luis Bello y Zetina, en cuyo museo se encuentra todavía.
Con tales antecedentes, no debe de sorprendernos el recelo con que miraban a Ibarrarán los jóvenes estudiantes de pintura en la Escuela Nacional de Bellas Artes cuando parece haberse corrido el rumor de que, al aproximarse el posible retiro de José Salomé Pina por su avanzada edad, aquél podría ser nombrado profesor de la clase de Pintura de colorido. En mayo de 1903, un grupo de alarmados alumnos se dirigieron al subsecretario de Instrucción Pública Justo Sierra para solicitarle que, en vez de dársele el puesto de Pina a Ibarrarán, se le otorgara a Germán Gedovius.
En realidad, Ibarrarán no formaba parte del claustro profesoral de la Academia, aunque sí impartió la clase de dibujo en la Escuela Nacional Preparatoria. Su contacto con la Academia fue, de hecho, muy esporádico y circunstancial.
La caridad en los primeros tiempos de la Iglesia ingresó al Museo Nacional de Arte como parte del acervo constitutivo.