Don Isidro tenía grandes esperanzas. No para él mismo, que ya se sentía viejo después de toda una vida de andar en el comercio, pa’arriba y pa’abajo en toda la República, sino para su único varón: Ramiro. Para él pensaba en la carrera de comercio que le permitiría seguir con el negocio familiar. Pero, para su desconcierto, el niño gustaba de pasar las horas garabateando, dibujando o inventando juegos nuevos. —Déjalo —le decía su esposa—. ¡Es tan creativo, tiene alma de artista!
Así que no fue mucha sorpresa que, llegada la edad, el muchacho quisiera estudiar arquitectura y fue enviado a la Academia de San Carlos, en la Ciudad de México. Se alojó en casa de una tía, para tranquilidad de sus padres, que lo hacían en un ambiente familiar... tan confortable que, terminada la carrera, hubo que mandarlo de viaje de estudios lo más lejos posible de la prima Patricia.
Ramiro se fue a Europa.
—¡Vaya que sale caro!, suspiraba don Isidro, pero se consolaba con las cartas que les llegaban de Inglaterra, Alemania, Francia... claro está, con una que otra petición de dinero. Pero, efectivamente, Ramiro parecía tener un entusiasmo auténtico por la arquitectura europea, que describía con admiración y detalle.
Cuando regresó, en casa de don Isidro había prácticamente un comité de bienvenida: el presidente municipal, el señor cura, el maestro y cuanto notable se pudo colar. Tras cumplir a gran velocidad con los saludos, el flamante arquitecto exclamó:
—¡Construyamos un campanario! Bueno, no un campanario sino una torre del reloj.
La muda estupefacción de los presentes le permitió continuar:
—Ya es hora de que Aljoxtlán se modernice y aspire a mayores alturas. Por ejemplo, Londres tiene el Big Ben... bueno, ese es el nombre de la campana, pero hay cuatro enormes relojes en la torre, que marcan las horas, las medias y los cuartos. En Puebla revelé unas fotografías, miren.
Esparció una baraja de torres con reloj: el Big Ben, la Torre de Venecia, el Reloj Astronómico de Praga... pero lo que tocó el pundonor de los presentes fue saber del Reloj Monumental de Pachuca:
—Si lo tienen en Hidalgo ¿por qué no lo tendríamos nosotros?
Se desencadenó un gran entusiasmo constructor: Ramiro dibujó los planos (“neorrenacentista, pero mexicano”, murmuraba), don Isidro y su eterno rival de negocios, don Camilo, financiaron el reloj, encargado a la Relkcrom de Zapopan: eso sí, con números arábigos, porque si hay que ser moderno, hay que ser moderno. Se buscaron patrocinadores y quien no podía dar dinero se comprometía a trabajar en los días y horas libres. Se decidió construir la torre anexa a la iglesia: el señor cura anduvo la mar de contento.
La construcción planteó algunos retos: los cálculos (hubo que traer un ingeniero de Puebla, porque el novel arquitecto no era muy ducho en estructura) y sobre todo la colocación del reloj, que dio lugar a interminables y acaloradas discusiones.
Entre algunos accidentes —menores, por suerte— debidos a la temporada de lluvia adelantada y varias reconsideraciones sobre el exceso de altura, la torre del reloj de Aljoxtlán se alzó en un tiempo de récord, para orgullo de los varones del pueblo. Todos ellos, antes de la procesión, en el techo mismo de la iglesia y lo más cerca posible del reloj, quedaron inmortalizados en una fotografía grupal: el señor cura, el maestro, el presidente municipal, el orondo arquitecto...
¿Y las mujeres? Solo hay una niña en la foto. Y es que las mujeres habían continuado sus actividades cotidianas como si nada, esperando pacientemente el fin del frenesí.
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