Luis se miraba en esa foto. Miraba también las manos de su padre: esas que lo sostenían y que el campo curtió al paso de los días. Las otras eran de su tío Anselmo, que también llevaba a su chamaco a la fotografía. Ese primo del que no recordaba nada y del que los tíos no querían hablar.
Al tío Anselmo, áspero de formas y bueno para la crianza del ganado, nunca le escuchó queja o comentario. La tía Carmina siempre le ponía a Goyito una ofrenda generosa el primero de noviembre y esa foto, esa sola imagen, era el centro en el que convergían las veladoras, las flores, los panes, las calaveras de azúcar, el chocolate, los juguetes, el copal... Al día siguiente ella integraba al resto de la familia, pero el primero era solamente para el único varón de ese matrimonio que, desafortunadamente, murió antes de cumplir un año. Después tuvieron otras cuatro hijas y el tío Anselmo, aunque procuró lo necesario para que su mujer tuviera todos los cuidados, no se emocionó tanto como con su primogénito. Al menos eso decía la tía Carmina.
En la parte de atrás, la foto dice: “Luis y Gregorio, 1948”. El primero conservó la complexión delgada y el cabello quebrado, y se preguntaba si su compañero de mirada serena, también habría podido crecer con los mismos rasgos que la imagen muestra en blanco y negro. A él le decían ahora con mucho respeto “don Luis”, pero gran parte de su infancia lo llamaron “escuincle del diablo” porque no paraba de asomarse donde no lo llamaban, de esconderse, de ensuciarse, de andar brincoteando y de romper cuanto juguete cayera en sus manos. A Gregorio siempre lo mencionaban igual: “Goyito”. Seguramente hubieran hecho muchas maldades juntos porque, aunque en la familia de Luis había otros tres hermanos, nadie había jugado con él. Gregorio hubiera sido el mayor y a él le habría tocado ser el menor.
Nunca se cansaba de ver esa foto. Le parecía que en esas miradas infantes se anunciaba parte de su destino: él tenía los ojos despiertos y la boca relajada o a punto de decir algo. Goyito parecía toda serenidad... como si ya hubiera terminado algo.
También pensaba en toda la faena que debió ser mantener quietos a dos chamacos al mismo tiempo... o al menos a él, que decían que siempre se movía como chinicuil.
Él sí tenía más fotos de aquel estudio al que volvieron en otras ocasiones mientras vivieron en Puebla. De la que guardaba con especial cuidado había dos iguales: una que, por supuesto, atesoraban las hijas de los tíos Anselmo y Carmina, que siguieron con la esmerada tradición de la ofrenda en día de muertos. La otra la conservaba él. Le gustaba pensar en la sincronía que, de alguna manera, los unía.
Goyito se fue una noche sin que nadie se diera cuenta, sino hasta la mañana siguiente. No había señales de sufrimiento ni de padecimiento alguno. La muerte blanca, le llamaban. La tía Carmina no paraba de preguntarse cómo un niño tan pequeño podía irse así como así... Cómo había podido ocurrir en su casa, en sus brazos...
Don Luis le hablaba cada vez más a esa foto: a Goyo. Le decía que ojalá él pudiera correr con la misma suerte: que le tocara irse una noche sin sufrimiento y en medio del sueño. Que fuera algo que no se pudiera evitar ni diagnosticar... Al fin que los ancianos, al paso del tiempo, se iban empequeñeciendo. Ojalá —pensaba don Luis. Ojalá que pronto podamos encontrarnos, Goyo. Ojalá me reconozcas como soy ahora y podamos sentarnos juntos como en aquel entonces. Ojalá podamos lucir con la misma placidez.
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