En este retrato realizado por El Greco a su hijo, este aparece ataviado siguiendo la moda española del momento, grave y elegante, con jubón negro y aparatosa golilla encañonada sobre la que se mantiene erguida con dignidad la cabeza. La imagen se recorta sobre un fondo neutro y en ella adquieren un especial protagonismo la disposición de los brazos, el distinguido gesto de las manos que manejan el pincel y la elegante postura con la que sostiene la paleta y el haz de pinceles. Todo ello dignifica el arte de la pintura y nos informa de que se trata de un arte elevado, de caballeros.
El personaje, arquitecto, escultor y pintor, nacido en Toledo en 1578, durante los últimos años del siglo XVI comenzó a trabajar con su padre, y es en este momento en el que puede fecharse esta obra.
Se trata de uno de los más relevantes retratos de El Greco, en el que el artista logra fundir, como es habitual en él, la elegante sobriedad del gesto con la vivacidad expresiva, consiguiendo plasmar no sólo una efigie de carácter intelectual, llena de dignidad, sino también una imagen representativa de una posición social. Sirvió de modelo a una obra de Picasso conservada en el Museo Sammlung Rosengart de Lucerna.