Este es probablemente uno de los retratos más genuinamente neoclásicos que haya pintado Vicente López. La delicadeza de los tonos de la piel, pulidos como el mármol, la extrema dureza del contorno, digna de la orfebrería...; todo ello hace que esta obra sea el ejemplo por excelencia del impacto fugaz que tuvo el pensamiento neoclásico en los retratos de López. Es un ejemplo extraordinario del trabajo retratista de Vicente López como primer pintor de cámara en la corte del rey Fernando VII.