Únicos por su cuidadosa factura y su desconocida función, los discos rotatorios de Nariño son uno de los acertijos de la arqueología americana. Sus motivos juegan con la simetría respecto de un orificio central, ya sea exclusivamente con el pulimento que siempre pasa por el centro, ya sea rotando un mismo motivo dos, cuatro, cinco, seis u ocho veces. A esta lista limitada podíamos adicionar “infinitas veces”, si admitimos con los matemáticos que los círculos -que en algunos discos son la única decoración- son polígonos de infinitas caras.
La superficie dorada y bruñida de este disco fue parcialmente recubierta con cera o resina de mopa-mopa (Elaeagia utilis, Wedd) y se le dio un baño de ácido: las partes protegidas conservaron su brillo, mientras las expuestas al agente corrosivo adquirieron una textura mate. Técnicas semejantes de “pintura negativa” se usaron en la región de Nariño para decorar la cerámica y objetos de madera.
¿Por qué una sociedad, en lo alto de los Andes, tendría una tal afición por la perfección de las formas? Hay que decir primero que estas sociedades fueron hábiles tejedoras y que tejer exige un gran conocimiento de matemáticas. Una manta equivale a un sistema ortogonal cartesiano, lleno de líneas y ángulos rectos, filas y columnas; un canasto redondo permite hacer los mismos diseños rotativos que vemos en los discos. Éstos, más que un canasto, requerirían una simetría perfecta si consideramos que fueron hechos para mirarlos girar, suspendidos de un cordel por el orifico central que en la cara inferior del objeto muestra con frecuencia un desgaste por fricción. Las formas idénticas y brillantes, al girar, producirían efectos hipnóticos propios de las religiones chamánicas. EL/CP