El personaje de Santa Ana no figura en los evangelios canónicos y siempre va ligado al de San Joaquín su esposo, ambos son considerados los padres de la Virgen. La naturaleza de su nombre viene dada por tradición a través de los evangelios apócrifos, figurando en el Protoevangelio de Santiago, que es el más antiguo de los que se conservan íntegros y está dedicado fundamentalmente a la natividad de María y de Cristo, siendo el que más ha influido en este sentido. El nombre de Ana figurará también en el evangelio de Pseudo Mateo, en el libro de la natividad de María y en el libro de San Juan evangelista, en este último como una de las personas que son presenciadas en una visión que tiene lugar durante el entierro de la Virgen. El culto a Santa Ana se desarrolló a finales de la Edad Media en Occidente, sin embargo hay que buscar su origen en Oriente ya que en Jerusalen existió una iglesia bajo su advocación en el lugar que se supone nació la Virgen. Los carmelitas han tenido un papel fundamental en la difusión de su culto, al igual que el de su madre Santa Emerencia, ésta tras una visión sobre el Monte Carmelo casó con Stollanus, del que tuvo una hija que fue precisamente Santa Ana.
En este lienzo el pintor representa a la Santa de pie como figura aislada, en un interior austero, ataviada con sencillez con una túnica azul, manto de color pardo y con la cabeza cubierta por una especie de rostrillo sobre el que se observa el halo de santidad. Con un sencillo gesto de su mano derecha muestra los instrumentos propios de la labor de hilar en que se ocupa: la devanadera, el huso y la rueca con la que juega un perrito que, a sus pies, pone una nota anecdótica. En la zona superior dos grupos simétricos de cabezas de querubines completan la composición.