Camino Francés desde Villafranca del Bierzo.
“El otro día, caminando, se me acercó un hombre, un tipo del pueblo, me cogió del brazo y me dijo: ‘Eres muy bella y no tengo mujer ni hijos. Me preocupa que mi casa quede abandonada cuando muera. ¿Puedo enseñártela?, Creo que te va a gustar.’ Cuando llegamos a su casa, —a esa casa—, no podía creer lo que veían mis ojos; las paredes se caían y todo estaba sucio; el suelo crujía y tenía agujeros que tenías que esquivar, a no ser que quisieras colarte. Lo único limpio era una imagen de la virgen e incluso eso, te puedes imaginar, tampoco es que brillara. Nunca pensé que nadie pudiera vivir así. El hombre se sentó en la cama, la golpeo con la mano y me dijo, ‘Siéntate aquí, quiero hablar contigo. Quiero regalarte esta casa.’ Yo lo miré, sin moverme, y le dije: ‘Ya tengo una casa, en Dinamarca.’ ‘No me importa.’ ‘Y en esa casa, esperándome, también tengo un marido.’ ‘Eso…, bueno…, eso tampoco me importa.’ Me di la vuelta, cogí la mochila, y empecé a caminar hacía la puerta. Él se quedó allí, sentado y triste, tan triste, que me parecía poder sentirlo en los huesos. Creo que era verdad lo que decía. Y que no buscaba nada raro; ningún… ‘servicio’ por mi parte. Sólo alguien que se quedara allí cuando él ya no estuviera, y cuidara de esa casa.
Es curioso, pero creo que si fuera joven y fuerte, si tuviera treinta años y me sintiera capaz de ayudarlo, me lo hubiera pensado seriamente.”