Alberto Garduño, discípulo en la Academia de Fabrés, Gedovius e Izaguirre, y condiscípulo de Herrán y Rivera, vivió a cabalidad el fenómeno de la regionalización del simbolismo que se inició hacia 1906 y tuvo por foro a aquella institución. No debe de asombrar, pues, que un sector de su obra revele la afición por incorporar aspectos de las artes populares en la iconografía "culta" y la voluntad de evidenciar la persistencia de antiguos mitos y rituales, en composiciones organizadas mediante un refinado decorativismo caligráfico y con la suntuosidad colorística y textural aprendida con Gedovius. Ya en los años veintes, dio un giro a su producción adoptando las formas simplificadas y la concepción planimétrica propias de los estilos pictóricos usuales en el medio coetáneo, luego de haberse experimentado el profundo impacto de la producción muralística de Rivera. Al ver esta densa figura, ¿cómo no evocar los cerrados y monumentales bloques geométricos a que se reducen las figuras de los campesinos en algunos tableros de la Secretaría de Educación Pública? Otros aspectos de la cultura visual postrevolucionaria se ponen igualmente de manifiesto: la ambientación reducida a unos cuantos signos de iconicidad emblemática (la planta de nopal, por ejemplo) y la extremada compactación del espacio, con las distancias implicadas mediante una simple superposición de planos, sin "pasajes" intermedios. Es muy probable que El sarape rojo sea la misma pintura que, en algunas exposiciones retrospectivas dedicadas a Garduño (1950, 1958 y 1989), figuró bajo el título de El indio triste, tanto por la semejanza que guarda con la pose tradicional de este ?ideologizado? arquetipo como por la coincidencia en sus dimensiones. Vid. Fausto Ramírez, Arte moderno de México. Colección Andrés Blaisten, México, Universidad Nacional Autonóma de México, 2005.