—No aceptamos tu solicitud porque no cumples con el requisito principal: honestidad.
Los agremiados aprobaron la decisión de su líder con asentimientos de cabeza. —El reporte dice que robaste 50 pesos —siguió.
—Para el entierro de mi madre —respondió—. Tenía 12 años y hacía tres que su marido nos había abandonado. A mí, el entenado, y a sus chamacas.
—Si solo robáramos por necesidad, las cárceles estarían vacías. La virtud se practica en la desgracia; teniendo dinero es muy fácil la decencia.
—Entonces, por un error, que muchos considerarían el cumplimiento de una obligación, ¿me cierran las puertas? —argumentó—. Nos asociamos para darnos una mano en las dificultades, tanto con el patrón como en la vida privada.
—Cierto. Casi te recibes de abogado; por eso hiciste las cláusulas de nuestro grupo y las llevaste ante notario. Te lo agradecemos, pero entonces no sabíamos que estabas manchado. Si andamos perdonando crímenes, ¿a dónde vamos a llegar?
Lo vio, pensativo. Tras rascarse los brazos —señal de perplejidad—, añadió:
—Sucede, Felipe, que ya no te tenemos confianza y, como llevas las cuentas y las cuotas, nos preocupan esos dineros. ¿A quién recurrimos si hay un faltante?
—No habrá. Mi puesto rota cada año. Entregaré una contabilidad cabal y, en caso contrario, me denunciarían.
—Somos gente de paz. Por eso nos juntamos, para ayudarnos, por eso nuestro escudo tiene forma de corazón.
—Si se conoce el motivo de que me hayan sacado del grupo, perdería mi trabajo. Además de lealtad y honestidad, el corazón encierra un sentimiento que nos hace mejores: la compasión.
Las miradas convergieron en el niño que, al lado de Felipe, permanecía callado, escuchando cada palabra de aquel diálogo.
—Por tu hijo y por la mucha ayuda que nos has dado, haremos una excepción: votaremos. Si la mayoría te rechaza, te vas. ¿Estamos? Levante la mano quien confíe en Felipe y quiera que se quede.
El niño de inmediato la alzó, al mismo tiempo que gritaba:
—¡Yo confío en mi papá! —y también en los demás, pues los miraba sonriendo, sin miedo, con una fe inmensa.
Al hombre que estaba a su lado se le humedecieron los ojos; en esos rumbos pocas veces se atestiguaba el amor de una criatura por su padre, casi siempre un borracho, parrandero o brutal. Levantó la diestra. Otro siguió su ejemplo. Y otro, y otro. Al final todos se abrazaron.
—Te daremos una segunda oportunidad, Felipe.
—Compañeros, celebramos esta ocasión con una foto —propuso alguien—. Que el chamaco nos acompañe. Nos traerá suerte.