Al principio todo fue un juego.
El primer golpe de vista, ese que se da sin mucha intención de comprender, que se conforma con abarcar la imagen, nos muestra a una pareja de novios. Solo eso. Ella hincada, con el vuelo del vestido descansando sobre el suelo. Él con una actitud galante, un tanto condescendiente.
Si algo sorprende al mirar con más calma, como quien desvela un misterio, es el contraste de los rostros. La alegría de él se justifica con la historia previa, la del romance acercándose a su concreción. El escepticismo de ella tiene algo de travesura, de palabras a medio camino. Es una sonrisa que no alcanza a despuntar, pero que se infiere de la forma en que lo mira.
Un poco más tarde, cuando hemos abolido la pereza de los observadores superficiales, los descubrimos niños. Ni siquiera rasguñan la adolescencia, ese páramo a la vez tan cercano y tan lejano. Esa posibilidad de que, por la época, permitiera descartar el absurdo de un posible matrimonio a esa edad. Son niños que posan y lo disfrutan. Entonces es preciso adjudicarles nuevos valores a las miradas. Ya no es la pasión contenida ni la promesa de que, pronto, sucederán los esponsales. La idea de futuro está por completo diluida; no es, por supuesto, la causa de los gestos, de la felicidad manifiesta, de la picardía apenas contenida.
Vale la pena hacer un paréntesis. No estamos en el presente, cuando las fotografías se producen por millones, cuando todos cargamos dispositivos que nos permiten disparar a mansalva hacia una diversidad de objetivos que se acumulan a nuestro alrededor. No, no estamos ahora sino entonces, en la época en que todo resulta excepcional. Si unos novios cualquiera requieren apenas producción para fijar el tiempo, estos en particular precisan de un plan bien trazado, en el que intervienen varias personas a falta de un temporizador, la luz precisa colándose por una ventana con motivos orientales, los ropajes que reposan holgados sobre sus cuerpos.
Entonces vamos más a fondo. La suspicacia lo exige. La misma que detona un interrogante: ¿acaso no es el novio una niña? Fijémonos en el peinado, en ese amarre creativo que se tuvo que hacer para ocultar la extensión de su cabello. Lo más probable es que así sea. Elucubramos entonces. El fotógrafo quería hacer esa foto. Solo que tenía dos niñas como modelos. Una de ellas, sobra decirlo, cuenta con más altura, aunque su complexión no alcanza para rellenar el traje, se nota en los hombros, en las arrugas del pantalón. Así que la peinaron, pero no quisieron ocultarlo más: un sombrero habría bastado pero, quizás, el guiño estaba a punto para el observador dedicado.
Aunque, también, quizás erremos del todo. Volvamos a la expresión de la novia, entremos en el juego dentro del juego. ¿Y si trae una peluca? ¿Y si eran niño y niña los modelos? Son licencias que nos concedemos ahora que ya hemos trascendido la simple observación, cargándola de significados. Es el último recorrido del péndulo. El novio es una niña; la novia es un niño. Quizá sean hermanos, primos o meros amigos. También podrían ser modelos, pero nos gusta su sonrisa. Esa que ya no es maliciosa ni anticipa nada. La que tampoco tiene connotaciones negativas. A fin de cuentas, para ellos, que han descubierto que pueden ser fijados por una imagen perdurable, todo vuelve a ser un sueño. Así que sus expresiones son pícaras, cercanas a la travesura. ¿Quién podría juzgarlos? No será un simple espectador que se deleita con las posibilidades de una mascarada.
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