María, sentada sobre la luna, sostiene al Niño en sus brazos para que éste pueda acercarse a abrazar a santa Rosa de Lima. La Virgen trae puesto un sombrero de ala ancha con un airón, aretes y collar de perlas ¿éste último con una cruz de oro montada con piedras preciosas. Sobre los hombros lleva una esclavina marrón con ribete y con una concha del lado derecho; la prenda cubre un manto azul estrellado, debajo del cual se observa un vestido blanco con motivos vegetales, el monograma de María y el Nombre de Jesús. El Divino Infante está sobre una manta rosácea y cubre su cuerpo un camisón transparente. Bajo la corona de rosas con que está coronada, la santa peruana trae velo y toca pardos semejantes al color de la orden seráfica, en tanto su hábito es blanco como el dominico, resaltando un rosario que le cuelga sobre el pecho. En los ángulos superiores de la composición se observan tronos y en la parte inferior hay una cartela en donde se anotó la advocación de la Virgen.
Gracias a la pintura, al grabado y a la literatura queda testimonio de la variedad de devociones que hubo en la época virreinal, si bien la Virgen del Carmen de la ciudad de Guatemala no está registrada dentro de las múltiples advocaciones marianas que se incluyeron en el Zodiaco Mariano (1755), obra que inició Francisco de Florencia (1620-1695) y que habría de concluir el jesuita Juan Antonio de Oviedo (1670-1757). Al hacer memoria de su visita a dicha jurisdicción, este último enumeró las que, en su opinión, eran las principales imágenes de culto del lugar y de Santiago de los Caballeros de Guatemala (hoy Antigua), entre éstas: la Virgen del Socorro, del Rosario, de Loreto, de la Salud, Nuestra Señora de la Merced y de los Dolores.1 Sin embargo, la obra no incluye referencia alguna a la Virgen del Carmen, figura que al parecer se trajo de Europa a solicitud de las religiosas carmelitas de Ávila y que habría de cobrar relevancia en el siglo XVIII por hallarse en una ermita ubicada en el valle de las Vacas, sitio en donde después del terrible terremoto de 1773 se establecería la nueva capital.
En el lienzo de José de Ibarra se advierte el interés por honrar o dar a conocer una advocación mariana local en unión de santa Rosa de Lima, la primera americana llevada a los altares. Esto permite inferir que el pintor, o bien la institución o el particular que encomendó el cuadro, tuvieron en mente la configuración de un tema e iconografía propios del criollismo deseoso de exaltar el potencial espiritual y el especial amparo de este territorio. A su vez, la imagen reflejó el patrocinio de una población específica y del suelo americano por medio de una escena que recordaba el vínculo entre la beata limeña y el Niño, quien se le apareció en brazos de su madre en los episodios de su matrimonio místico y de la visión de las rosas.
La Virgen del Carmen no posee los atributos tradicionales del hábito carmelita y el escapulario, por lo cual cabe la posibilidad de que tras la apropiación o adaptación de su efigie ésta cambiara por una similar a la de Peregrina. Conviene recordar que dentro de la pintura novohispana hay otros casos en donde se modificó la iconografía tradicional de dicha orden. En el Museo del Carmen de la ciudad de México existe un óleo en el que Juan Correa (ca. 1645-1716) representó a santa Teresa con sombrero y bastón corvo propios del peregrinaje, en tanto el Museo de América en Madrid conserva una Divina Pastora de 1770 a la que José de Páez (1720-ca. 1790) vistió con hábito del Carmelo. ¿Acaso el aspecto de la denominada Virgen del Carmen de Guatemala obedeció a un interés por promover su culto al recorrer distintos puntos del virreinato y para obtener a la vez limosnas? Según se especifica en fuentes impresas de época, esta práctica se llevó a cabo en ciertas zonas de la Nueva España con copias escultóricas o pictóricas que gozaban de las facultades prodigiosas de las Vírgenes de Ocotlán, de la Salud de Pátzcuaro, de Nuestra Señora de San Juan de los Lagos y de Zapopan.
No obstante, un caso extraordinario entre estas imágenes viajeras ¿por el alcance del culto, pues incluso llegó a Europa¿ fue el de la Virgen de la Merced, Peregrina de Quito, efigie que reprodujo a la Virgen barcelonesa, sentada con el Niño y con un bordón en la mano izquierda. Desde el siglo XVI gozó de gran popularidad en la Audiencia quiteña por considerarse sumamente milagrosa, mas en 1703 se le sacó de la capilla de San Juan de Letrán para transportarla por distintos puntos de América. Miembros de la Orden de la Merced la llevaron desde México hasta Chile para recabar fondos para erigir un templo más suntuoso, mismo que sería estrenado hacia 1737; posteriormente, se llevó a cabo un segundo recorrido para recolectar dinero para la construcción del convento de Tejar en Quito, y por último pasó a España, depositándose en la catedral de Cádiz.
La fortaleza de imágenes peregrinas como ésta indudablemente influyó en el fervor y las prácticas religiosas de las localidades que formaban parte de su recorrido. Por su composición similar a la de una estampa religiosa, resulta sugerente pensar que la efigie mariana que pintó Ibarra entró o entraría dentro del tipo de advocaciones que viajaron para aumentar el número de creyentes y para recabar limosnas a lo largo de la travesía. Un dato de interés que citó el cronista de la orden seráfica Francisco Vázquez (1647-ca. 1714) podría servir de pauta para poner en contexto el óleo, pues en uno de los capítulos de su Crónica de la provincia del Santísimo Nombre de Jesús de Guatemala afirmó que don Bernardino de Ovando llevó en la segunda mitad del siglo XVII a las carmelitas que habrían de establecer un primer monasterio de dicha orden en la ciudad de Santiago de los Caballeros. Las monjas, encabezadas por Ana de San Joaquín, venían del reino del Perú y se hospedaron temporalmente en el convento dominico de Santa Catarina Mártir hasta que estuviese listo el edificio que ocuparían, consagrándose su templo con gran formalidad en 1687.
De esta información se desprende la posibilidad de que el lienzo de José de Ibarra sea una evocación de la hermandad entre ambas órdenes a raíz de la estancia de las religiosas del Carmelo en Santa Catarina Mártir; asimismo, la presencia de Rosa de Lima muestra el reconocimiento que las carmelitas descalzas llegadas del Perú ya debían a la terciaria dominica. Ante la necesidad de que prosperara la fundación, edificación o reconstrucción de un convento en la primera mitad del siglo XVIII, las seguidoras de santa Teresa de Ávila pudieron valerse de una imagen con ciertos rasgos de Vírgenes viajeras, con la idea de hacerla itinerante a semejanza de la Virgen de la Merced, Peregrina de Quito. A su vez, queda por saber si las autoridades eclesiásticas otorgaron en algún momento un carácter sagrado a la advocación del Carmen de Guatemala.
La procedencia original de esta pintura no se menciona en fuentes bibliográficas anteriores a la apertura de la Pinacoteca Virreinal de San Diego, INBA.
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