El fondo numismático de Museo Soumaya ofrece un amplio panorama de la historia mexicana de uno de los objetos coleccionables por excelencia. Piezas que fueron seleccionadas con detenimiento y dedicación por don Licio Lagos y que forma una de las colecciones más importantes, junto con la del Banco de México y la de la Casa de Moneda. El término «numismática» deriva del latín numisma. Se refiere al estudio de monedas y medallas, principalmente antiguas, al que posteriormente se incorporaron los billetes.
Durante el siglo VIII a. C. en Asia Menor surgió la acuñación de unidades como equivalencia comercial en el intercambio de bienes: así se instituyó el dinero. Fue en la Roma antigua –debido a la cercanía de la Casa de Moneda de Roma con el templo dedicado a Juno Moneta– que las piezas antes llamadas numus, numisma o pecūnĭa, comenzaron a denominarse «monedas». La tradición continuó durante la Edad Media y el Renacimiento, y fue en el siglo XVI cuando el mercantilismo definió que el «buen dinero» debía ser: de aceptación general, portable, duradero, divisible y redondo.
Los reinos europeos emitieron monedas para administrar y proteger tanto el comercio como la economía de sus tierras y posesiones. Entonces eran prohibidas entre las diferentes coronas las exportaciones de metales no acuñados. Por su parte, desde el horizonte clásico (1-800 d. C.) Mesoamérica intercambiaba algodón, tabaco, cacao, conchas, piedras preciosas, pieles, textiles y plumas de quetzal, tucán, guacamayas y pericos, además de muy variados alimentos. Imperó el trueque y el cacao, debido a su dificultad de cultivo, valió en zonas del Altiplano central y en el área maya como unidad de uso común. A la llegada de los españoles se introdujo la acuñación en metales. Durante el virreinato, el sistema octaval fue implementado con las fracciones de 8, 4, 3, 2, 1 y ½. A las piezas de oro se les nombró, al igual que en España, «escudos» y a las de plata, «reales».
Ya hacia el ocaso virreinal, la poca seguridad en los caminos, que suponía un riesgo para la transportación del metal ante el asalto insurgente, originó casas provisionales de moneda, es decir, cecas junto con los principales reales de minas que dieron abasto a las ciudades. También durante la Guerra de Independencia (1810-1821), el oro y la plata que procedían de distintos lugares y tenían como destino la Ciudad de México, corrían con demasiados peligros. Así abrieron sus puertas las casas de Chihuahua, Durango, Guadalajara, Guanajuato, Sombrerete (Zacatecas), Nueva Vizcaya (Sinaloa y Coahuila), Oaxaca, Valladolid (Morelia) y Real de Catorce (San Luis Potosí). Entre 1813 y 1821 la única autorizada para acuñar oro fue Guadalajara.
Durante la primera etapa de la Independencia no se emitieron piezas aprobadas por la Corona española y la necesidad del circulante hizo que tanto realistas como insurgentes acuñaran sus propias monedas. Aunque la producción de éstas más abundante fue en cobre, en tiempos del general José María Morelos y Pavón se inició en pequeñas sumas, la de plata. Si bien las emisiones realistas partieron de diseños españoles, tuvieron resellos locales de cada una de las provincias. Durante 1811, la Junta Nacional Americana o Junta de Zitácuaro acuñó denominaciones de ocho reales de factura burda con la leyenda Fernando VII.
Al concluir la Guerra de Independencia, la Junta Provisional acordó seguir con el uso de troqueles virreinales hasta 1822, aunque con la fecha 1821. Agustín de Iturbide otorgó a la numismática mexicana dos bellos diseños en monedas de oro y plata. Luego del triunfo republicano, las casas que eran provisionales se establecieron como foráneas y a éstas se sumaron las cecas de Álamos, Culiacán, Guadalupe y Calvo (sur de Chihuahua), Hermosillo, Tlalpan (entonces capital del Estado de México) y San Luis Potosí. La acuñación seguiría en oro y en plata con el mismo sistema octaval.