La mirada de extranjeros en América en el siglo XVI revela nuestro paisaje como un lugar enigmático, esfera de la aventura donde cabe la utopía, las «ciudades-modelo» renacentistas –la nueva Arcadia–, el paraíso imaginado y el lugar de la fantasía que siempre colinda con lo exótico. Así, los paisajes más representativos del Siglo de la Conquista tal vez no sean los pictóricos sino los literarios. Ejemplo de ello es fray Bartolomé de las Casas, quien hacia mediados de este siglo emprende con su libro Historia de las Indias una de las más grandes aventuras paisajísticas de todos los tiempos.
A los pintores viajeros del siglo XIX, Alfonso Alfaro los llamará aventureros de la geografía. De alguna forma inmigrantes del Siglo de la Ilustración –y preponderantemente europeos–, estos avecindados de pronto en terras novas conformarían su emblemático tour decimonónico, en el invernadero de utopías, en la reserva moral que representó América desde su descubrimiento.
Teotihuacan es el lugar mítico por excelencia, portento de vestigio prehispánico que aportará al espíritu romántico de la época uno de sus signos más visibles: la ruina de nuestro Olimpo mexicano. Delicada y de espléndida factura, esta obra fue estudiada por el investigador Pablo Diener. Las escenas costumbristas de los pintores viajeros nos significan mucho por aquel candor de un paraje que se esmera por aparecer bucólico. Aquí los colores brillantes son marco del punto del vigía.
La visión del paisaje en América, y después más concretamente en México, fluctuará entre la fantasía arqueológica de artistas extranjeros y la verosimilitud topográfica confirmada por científicos y pintores decimonónicos. Se trata de la visión estética de creadores entre las posiciones extremas poéticoidealistas del espíritu romántico y el afán por la documentación científica, propio de la concepción positivista del mundo.