En 1861 Benito Juárez decretó la suspensión del pago de la deuda externa de México con el fin de impulsar las reformas que su gobierno necesitaba en materia de educación, urbanismo, transportes y desarrollo del comercio. El hecho hizo posible que Francia, uno de sus principales acreedores, decretara una invasión militar en nuestro territorio justificada por su urgencia de materia prima y para hacer frente a la hegemonía estadounidense desde el país vecino.
Hacia 1863 le fue ofrecido el trono mexicano a los archiduques Fernando Maximiliano de Habsburgo y Carlota Amelia de Bélgica.
Cuando el 28 de mayo de 1864 los dignatarios europeos llegaron a México y desembarcaron en el puerto de Veracruz, estas imágenes se encontraban en sus equipajes. Los monarcas se habían retratado a fines de abril de ese mismo año, después de haber recibido la bendición papal de Pío IX y la venia de Napoleón III.
Los tres años del imperio de Maximiliano y Carlota se mantuvieron en el vaivén de discordias políticas y contrapuntos con la Iglesia católica. Ella, aferrada a su investidura y ante el retiro del apoyo de Napoleón III, emprendió el viaje sin regreso al Viejo Continente para negociar la preservación del trono mexicano.
Los hechos se sucedieron de forma violenta: la avanzada de Benito Juárez hacia la capital, el apoyo negado por Francia y el Vaticano, la aprehensión y fusilamiento de Maximiliano en el Cerro de las Campanas de Querétaro en junio de 1867, la inestabilidad emocional y reclusión de la emperatriz en los castillos de Laeken, Tervueren y Bouchout durante las siguientes seis décadas.
Este yeso de Carlota, junto con uno de Maximiliano –ambos de mano anónima– ostenta el traje imperiale con el emblema del águila nacional. Probablemente fue facturado para decorar las estancias del Alcázar de Chapultepec, que fuera residencia de los archiduques.