Las últimas obras del Greco están cargadas –según Francisco Calvo Serraller– de una temperatura tan exaltadamente emocional, vibrante, que deshacen todo el entramado racionalista del delirio [que lo había comparado con el de los místicos de su siglo] a favor de la más rotunda y directa expresividad.
Su Cristo, esbelto y alargado, acentuada figura serpentina en primer plano –lejos ya de la herencia clasicista donde aparecería de menor tamaño y expresión, pero con interesantes similitudes con Crucifixión del Tintoretto, su maestro–, los jinetes al galope y las nubes ascendiendo, todos ellos en apasionado cromatismo y vaporosas pinceladas reflejan, según Ortega y Gasset, su intención de representar las cosas como ejecutándose, dinámicas.
Por su parte, la pintura –pensaba el artista–, no sólo nace [de la naturaleza] sino que llega a corregirla, y su manera, sesuda e independiente, subjetiva, era la forma en que le daba perfección a la realidad.
Así como el Greco encontraba ferocidad en el Correggio, el escritor y filósofo Georges Bataille advierte en el cretense una virulencia sin par entre los manieristas, y es que plasmó en sus lienzos lo que pensaba, no sin paradoja, de su arte: la pintura –decía– trata de lo imposible.
De su juventud se conocen obras con este pasaje en versiones pequeñas y grandes. Esta obra ha sido estudiada desde 1939 por Harold Wethey (1902-1984) y publicada en varias ocasiones.
Entre las que comparten una línea compositiva y estilística más cercana a la Crucifixión de Museo Soumaya, se encuentran la del Louvre, fechada hacia 1580, donde aparece con donantes; las del Museo de Arte de Cleveland y de Filadelfia, así como la de la colección madrileña de Lázaro Galdiano, que se fechan en la primera década del siglo XVII. Al Greco, maestro de uno de los talleres de mayor actividad en su época, se le reconoce haber difundido la imagen de Cristo crucificado.
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