La historia del símbolo de la cruz nos remite a las grafías griegas que tomaron los primeros cristianos para representar el nombre del Salvador: Xristós.
Los cuatro brazos iguales de la primera letra adoptaron un significado –primero críptico– que se volvió entrañable para la historia del cristianismo: la representación de la muerte, resurrección y ascenso a la Gloria.
No resulta extraño que un mundo inmerso en la religión, como lo era el Barroco, privilegiase la elaboración de objetos devocionales que acompañaron todos los actos de la vida diaria de aquellos hombres y mujeres.
Al cumplir con una de las premisas que estableció el Concilio de Trento (1545-1563), respecto de las pautas que la plástica debía seguir para ejecutar la factura de imágenes religiosas, los crucifijos debían exaltar y promover la piedad del espectador fiel para experimentar el sufrimiento de Cristo como propio.
Aquí, la figura del Hijo del Hombre evoca los elementos más representativos del Calvario: una vestimenta sencilla como símbolo de su inmolación, las manos y pies clavados cuya sangre redime al hombre del pecado original, así como la mirada baja –con bellísimos ojos de pasta de vidrio– que se dirige hacia el mundo que Él salvó.