Tras la publicación de «Viaje a pie», «Mi Simón Bolívar» y «Don Mirócletes», el joven abogado es ya un antípoda de los colombianos de su generación. Su duro lenguaje lo ha marginado de los círculos literarios de la pulcritud centenarista. ¿Qué hay en el fondo de «El maestro de escuela»? ¿Amargura? ¿Desilusión? ¿Desengaño? ¿Frustración? ¿Rendición? Todos esos sentimientos están expresados en la novela, de manera franca y directa, o afloran en la personalidad de Manjarrés, el «grande hombre incomprendido», que es y no es Fernando González. Pero sería un reduccionismo fácil creer que la crisis por la que atraviesa cuando escribe el libro es una derrota. Por el contrario, es la victoriosa carcajada final, dolorosamente irónica, con que el maestro se venga de la sociedad que lo rechaza. Fernando González, con una claridad adolorida, se ríe de sí mismo, se ríe de su entorno, se despide y da la espalda, para hundirse en una etapa de silenciosa y solitaria búsqueda interior. Sólo aparentemente, o simbólicamente, «El maestro de escuela» es la novela de un fracasado. Ciertamente el autor vive un momento duro y difícil de desadaptación, de repudio, de incomprensión. Siente que la vida se le parte en dos. Entra en la noche oscura. Pero no hay fracaso. Es la culminación de una etapa que lo impulsa hacia la madurez. Atrás queda la vida activa. Se inicia la vida contemplativa, que florecerá con los años en plenitud de vivencia mística de la «Presencia».