Las religiosas «calzadas» que no seguían el voto de pobreza portaban sobre su hábito, el día de su profesión de fe o en las fiestas importantes, escudos de monja. Se sabe que sólo las «esposas de Cristo» en el Nuevo Mundo los llevaban; formaban parte del hábito de las religiosas como protección contra las tentaciones de la vida mundana. La lámina de vitela o cobre predominó y eran enmarcados con carey. La Purísima Concepción destaca en las pinturas; también es común encontrar a la Virgen de Guadalupe o pasajes bíblicos, como en el escudo de sor Juana Inés de la Cruz con la escena de la Anunciación.
Virginia Armella afirma que, salvo prueba en contra, únicamente las concepcionistas y jerónimas utilizaron estas pinturas de tamaño reducido –circulares u ovaladas– sobre láminas de marfil o metal, pues los retratos de religiosas de otras órdenes no los muestran.
Considerado uno de los mejores pintores novohispanos del tránsito al Neoclásico, Miguel Cabrera, con su delicada paleta, firmó como pintor de cámara del arzobispo Manuel Rubio y Salinas (1703-1765), siendo ésta una novedad en América.
Buen conocedor de los dogmas del Concilio de Trento, en esta obra mariana confluyen la doctrina de la Inmaculada Concepción, suaves colores azules que evocan la protección divina, y rosados, símbolo de la rosa mística que guía a los hombres. De la Tota Pulchra de la Letanía lauretana –difundida en todo el mundo por los dominicos junto con la devoción del Rosario– lleva la corona que la distingue como Reina del Cielo, y de la mujer del Apocalipsis (12:1), descrita por san Juan, la Madre del Hijo de Dios se posa sobre una luna bajo sus pies y vestida del sol.