Fernando Redón no es un pintor en el sentido estricto de la palabra. Es un arquitecto que diseña, dibuja y pinta y que muestra en todas sus propuestas, por diversas que sean, su preocupación por la naturaleza, por el respeto al entorno en el que vive el hombre, por la humanización de lo que el hombre construye y en definitiva por la integración de la naturaleza, el ser humano y los espacios que éste crea. En esta obra se aprecia ese respeto, casi admiración por la naturaleza. Es una pintura figurativa y muy realista, que busca el detalle sin más artificios. También una pintura reflexiva, nada estridente, silenciosa, que anima al espectador a perderse en el escenario retratado. El paisaje se convierte en uno y en múltiple a la vez. Un mismo cuadro presenta diferentes rutas de entrada con un mismo destino. Redón juega con la perspectiva, con los planos, como buen constructor del espacio. En un primer término, abstrae del conjunto unas flores que son sin duda el elemento más dibujado y preciso del cuadro. Flores vivas, que dan paso a un campo en el que aparece dibujada una señal que ya no pertenece a la naturaleza sino a la intervención del hombre en ella. Desde esa señal, la vista se va perdiendo hasta llegar al final del campo de trigo y alcanzar de nuevo a un camino que es principio de otro posible viaje. En todo el cuadro se aprecia un claro control del color, tratado con la rigidez que impone la fidelidad a la realidad tal como es.
Alicia Ezker Calvo