La llamada “pintura de historia”, tan en boga en el siglo XIX, era un género en el que el artista reflejaba todo el bagaje cultural que había acumulado a lo largo de su aprendizaje. Mientras muchos pintores buscaban ganar prestigio involucrándose en lienzos de composiciones complicadas y grandilocuentes, otros asumían una postura más austera, por lo cual se centraban en otro tipo de relatos más vinculados al mundo cotidiano. A este grupo pertenecía Carlos Baca-Flor.
En esa línea, podemos decir que Baca-Flor no veía el ejercicio de la pintura como un mero desarrollo de índole técnico, sino también, como una reflexión intelectual.
En ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!, el autor evoca la Rima LXXIII del poeta español Gustavo Adolfo Bécquer.