La figura de Wifredo Lam es central en el modernismo latinoamericano. De ascendencia china por parte de su padre, y afro- cubana por el lado de su familia materna, durante su niñez estudió junto a su madrina, una sacerdotisa Lucumí. Se formó en artes en la Academia de San Alejandro de La Habana, y en los años 20 recibió una beca para estudiar en Europa. Allí entró en contacto con referentes de los grupos vanguardistas de entreguerras. Desarrolló obras cercanas al cubismo y, más adelante, al surrealismo. En todo este período Lam comenzó a recurrir a una figuración sintética, atraído por las máscaras y las esculturas africanas. Así fue como empezó a privilegiar la línea por encima del color, y a priorizar la frontalidad y el hieratismo de las figuras.
En paralelo a su producción, y a causa de los hechos que marcaron su vida radi- calmente —la muerte de su esposa y de su hija—, maduró su compromiso político en un entorno mundial azotado por las amenazas del fascismo. Así, expulsado por la Guerra Civil Española y huyendo de Francia por la ocupación nazi, Lam volvió a Cuba en 1941: “Quería de todo corazón pintar el drama de mi país y expresar en detalle el espíritu negro y la belleza del arte de los negros. De esta manera podía actuar como un caballo de Troya del cual saldrían figuras alucinantes, capaces de sorprender y perturbar los sueños de los explotadores”. Con esta conciencia anticolonial y desafiando la construcción occidental de lo primitivo, en Cuba se relacionó con intelectuales que investigaban las tradiciones afrocubanas, como el antropólogo Fernando Ortiz, el escritor Alejo Carpentier y la etnógrafa Lydia Cabrera. Junto con "La Jungla" y "La mañana verde", Omi Obini es uno de los óleos más representativos de estos primeros años de su regreso, donde el artista apeló a un sincretismo vegetal-humano-divino.
La pintura "Omi Obini" muestra a un ser que se eleva, cuyo cuerpo contiene cabezas de Eleguá con cuernos, la deidad de los caminos para la religión yoruba, rodeado por tallos de caña y hojas de palmera. La luminosidad es una de las características más distinguidas en esta pieza, lograda a partir de un particular uso de los pigmentos verde, azul, violeta, ocre y rojo, que están superpuestos en capas translúcidas. Las zonas blancas dan la sensación de vibración, transmiten la experiencia visual de la luz del Caribe y apuntalan la fluctuación entre lo físico y lo metafísico.