Pedro cuando pinta tiene un ojo abierto a su mundo interior y mantiene otro despierto al mundo exterior.
En este cuadro su mirada al campus de la Universidad Pública seleccionó siete árboles, césped, y los edificios de servicios, rectorado y la biblioteca.
La mirada a su interior genera una emocionada apropiación intelectual de la realidad vista, pretendiendo, en una reconstrucción deliberadamente arbitraria, sujetar aquélla a una estructura rigurosamente plástica en la que las formas validen su cualidad de pintura.
Sintetizadas en planos, las imágenes ofrecen la realidad conceptual del modelo; pero, a la vez, mantienen elementos particularizadores, de cierto verismo, que propician su personal ánimo. Delineadas por un contorno de muy discreta presencia, las formas se recortan unas sobre otras en tintas planas de intensa pero equilibrada croma. De entre ellas, resultan privilegiado nudo de atención las dos masas, roja y carmín, ligeramente descentradas hacia la izquierda, e instaladas ante la imagen del rectorado; atraen poderosamente nuestra mirada, pero, de inmediato, por un juego de compensaciones tensionales, se reequilibra ésta, solicitada por el intenso rojo inglés oscuro destacado sobre el casi negro gris del conjunto de cedros a la izquierda del primer término. Es conducida, luego, transitando por las cinco franjas de sombra –tierra parda cálida, proyectadas sobre el claro y apagado verde inglés del césped–, primero a las masas arbóreas en matizados naranjas de la derecha –que equilibran, por su área y luminosidad, la fuerza del rojo cedro–, después a la masa ocre-amarilla y oro del arbusto del segundo término; de aquí se dirige, de nuevo, al centro de atención primero, que le conduce al cálido plano, tierra clara, del rectorado; mediante su linterna, pálidamente azul, éste nos eleva la mirada al cielo y el lado inclinado de su plano lateral nos la desciende a la masa ocre-amarillo verdosa clara, del edificio de la biblioteca, la forma más lejana.
Este recorrido visual –hay otros posibles–, queda potenciado por la luz presente en el cuadro, que marca hitos claros y oscuros según el color de cada forma plana; emerge de su interior y, sin modelado cosificador alguno irradia su “universal” luminosidad a toda la obra.
Por su parte la materia, ni escasa ni excesiva, se ajusta a la naturaleza conceptual de la imagen; no turba, por limpia, la intensidad cromática y lumínica del color; pero emite también su propia voz; aplicada con delicadeza, de uniforme densidad textural, compacta, se nos oferce magra y aterciopelada.
Cuadro nacido de una inteligencia sentiente, mesurado, cálido, luminoso, equilibrado, ofrece un raro acuerdo entre lo conceptual y lo orgánico, entre emoción y pensamiento. Apreciable mejor desde la estética del sentimiento, por esa su interiorización ideativa de la realidad responde a un espíritu “clásico”.
Javier Suescun Molina