Un mediodía a la tarde, hace 18 meses, estaba rezongando contra un nuevo locatario del inmueble, que monopolizaba el ascensor: me decidí bajar a pie mis cinco pisos, para encontrarme en el medio de cuatro o cinco cuadros de formato muy grande, de una presencia y belleza fuera de común.
Olvidando mi contrariedad, me dirigí hacia mi nuevo vecino preguntándole si él era, el autor de esas obras; con su respuesta afirmativa concluí: "encantado de conocerlo soy crítico de arte, me gustaría encontrarnos"
Al otro día comimos juntos y desde ese momento soy el testigo privilegiado de la considerable evolución de mi amigo Pérez Celis.
La obra de
Pérez Celis ha sido para mí un gran descubrimiento. El hombre también, porque es raro encontrar un artista, que haga con su creación tan íntimamente cuerpo. En algunas semanas, mirando sus cuadros traídos de Argentina, los grabados y los dibujos, he aprendido a conocer un continente sobre el cual la cantidad de lecturas, películas, exposiciones y música no me habían dado, que un acercamiento limitado.
Sin representar lo invisible, la pintura de Pérez Celis simboliza y resume fundamentalmente, esencialmente, la realidad más profunda de América latina, la inmensidad de la Pampa, con la desmesura de sus cielos, el fervor de sus culturas, y la proyección del mundo futuro, que no podría ser creado que en estas tierras nuevas, donde tantas raíces inmemoriales vienen de renacer armoniosamente.
De sus ventanas parisinas, Pérez Celis contemplaba el Sena y l’île de la Cité, la antigua Lutèce, prima forma – hace veinte siglos – de lo que devendrá
París. Es allá donde Notre-Dame ha sido edificada, sobre el emplazamiento de un santuario pagano, donde nació la primera universidad y vivieron los primeros reyes de Francia hasta el fin de la Edad Media.