Patxi Ezquieta toma como propia, aunque reconoce la autoría a Petronio, la siguiente frase: Mundus vuit decipi; ergo deciapitur. Algo que el propio Ezquieta traduce inmediatamente como: «El mundo quiere ser engañado; pues engañémosle». Según esto, ¿es así como entiende Ezquieta la labor del artista? Difícil respuesta si no se deletrea despacio y en toda su solemnidad la frase de partida. Cuando con el final del siglo XIX nació el cinematógrafo, de manera intuitiva se produjeron dos formas diferentes de enfrentarse al nuevo invento. Unos, los Lumiére, pretendieron captar la realidad y filmaban trenes, fábricas, gentes... Otros, como Meliés, trataron de captar lo irreal, lo imposible, lo inaprensible y rodaban viajes imposibles a la luna, desapariciones fantasmales y trucos de feria. En ese mismo instante, en esa encrucijada, surgió una irresuelta polémica: ¿quién engaña más, quien hace del engaño avisado su viaje al mundo de los sueños o quien pretende recoger, o sea, mostrar la realidad pese a que sabe que eso se escapa de sus propias fuerzas? Ezquieta sin duda sabe de esta paradoja y desde hace mucho tiempo practica una pintura, llamémosle, soñadora.
Quien avisa no es traidor y Ezquieta como pintor muestra una honestidad asombrosa. Tanta que a veces su pintura se duele del exceso de sinceridad que la domina. Esta obra fechada en 1995 se inscribe en un momento especial para él. Tras pasar una larga temporada en Tánger, Ezquieta había decidido regresar a su lugar de origen. Alguien aficionado a sacar conclusiones rápidas diría que la afición a contar historias de Patxi Ezquieta se alimentó de su aventura africana, de su estancia en calles parecidas a las que se describen en Las mil y una noches contadas una y otra vez en la plaza de Marraquech, al atardecer, cuando el desierto lame las murallas. Pero no es verdad. Parece más razonable creer que el gusto por los cuentos, por la fantasía, nació con este pintor que reclama el humor y la fantasía como antídotos para sorber el mundo. En ese sentido, esta pieza de formas orgánicas, de aspecto inconcreto, arroja algunas claves sobre una paleta de colores suaves y de formas sugerentes, abiertas. Algo se atisba de la resaca del surrealismo, es decir, de ese querer ir más allá de la realidad que abrigó y sigue abrigando a todos los conjuradores de sueños que habitan la realidad que nos circunda. A esa legión de individuos solitarios pertenece Patxi Ezquieta, un fabulador empeñado en engañar al mundo porque sabe que el mundo, o sea, él, sin cuentos no podría soportar la miseria, el dolor y el horror que le habitan.
Juan Zapater López