Un claro encuentro con las formas abstractas sitúa esta obra en el contexto de los años ochenta: el rechazo al subjetivismo neo-expresionista y la aceptación de una abstracción simulada que evita la carga de originalidad. La dinámica central que utiliza Rufo Criado distribuye el peso compositivo por toda la superficie de la obra creando impulsos que parecen emerger en un proceso de dentro-fuera-dentro desde la nitidez en formas, dimensiones, situación y carácter equilibrado de los ritmos.
También desde el color se refuerza este juego dinámico-sensorial de los azules muy limpios y palpitantes, que contrastan con la aparente quietud de los oros cálidos y fríos, más estáticos. Este contraste dinamiza la mirada y provoca al espectador, le lleva a una lectura de un cuadro dentro de un cuadro con una fuerza recursiva desde la que se retoman tradiciones prerrenacentistas muy suntuosas y de imaginería devocional.
Los ritmos centrados nos sugieren el renacer de otros momentos históricos; un renacer con vida propia en esta obra y al que puede dar sentido una lectura de Rudolf Arnheim en sus estudios sobre el poder del centro: «El formato del cuadro ha experimentado un resurgimiento en los últimos cien años aproximadamente. Guarda ello relación con la tendencia a vencer la sensación de peso propia de los artefactos de nuestra cultura. En la medida en que el arte desee reflejar la experiencia de vivir con las restricciones inherentes a la existencia humana, es probable que ponga de manifiesto la anisotropía del espacio, la necesidad de hacer frente al peso»*.
El posible estatismo del centro y de la simetría compositiva provocada por la presentación formal de la obra se rompe y se dinamiza, también, en la evocación de un misterio que nace del interior de la oscuridad del fondo central. El “quiebro” del enrejado azul sobre las oscuras formas centrales permite y da vías a una salida imaginativa y a dejarse llevar del placer y la experiencia de mirar.
Isabel Cabanellas Aguilera